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Unamuno y la amistad entre escritores

Unamuno fue un forzado de la pluma, como él mismo se autodenominaba, dando a entender que no le quedaba otra que aplicarse con esfuerzo para atender a las necesidades de su numerosa familia
Unamuno en una imagen tomada por el fotógrafo de Allariz José Suárez, una de las figuras más destacadas de la fotografía galega. DP
photo_camera Unamuno en una imagen tomada por el fotógrafo de Allariz José Suárez, una de las figuras más destacadas de la fotografía galega. DP

Los escritores -dice Savater- son como las putas: viven de gustar. Esto trae consigo rivalidades. Sin embargo, no parece aconsejable barruntar una concepción categórica de la sociedad literaria española, exacerbando las notas de tensión, fobias y desencuentros. Las filias eran muchas más, y sin duda la amistad primaba por encima de la inquina. Unamuno opinaba, al filo de los años veinte, que no había que hacer mucho caso de lo que unos escritores decían de los otros, "pues, en el fondo, se estiman mutuamente más de lo que parece". El creador de La tía Tula, añadía que -según su rasero- los escritores de entonces sabían poco unos de otros, puesto que se trataban en escasa medida, "y no se conocen lo bastante porque las ásperas condiciones de vida para los que tienen que comer, o siquiera desayunar, de la pluma, les aíslan y separan". Además, la escritura no daba para vivir, y muchos tenían que desempeñar otra actividad, o puede que incluso varias, puesto que el pluriempleo estaba a la orden del día. Esto no era óbice para que procurasen encontrar la manera de frecuentar el café, puesto que era la modalidad recreativa que tenían más a mano. Las formas de distracción eran entonces muy escasas, en comparación con el vasto despliegue de opciones puestas a disposición del entretenimiento (y encandilamiento) de la gente, a partir de la década de 1960.

El propio Unamuno fue un forzado de la pluma, como él mismo se autodenominaba, dando a entender que no le quedaba otra que aplicarse con esfuerzo para atender a las necesidades de su numerosa familia. Juaristi refiere que se vio así obligado a publicar sin cesar libros y artículos, tarea que pudo afrontar merced a su inmensa capacidad de trabajo. Cierto es que aún le restaba algún tiempo para participar en la sociedad literaria de entonces, e incluso para intervenir en la política, empero, probablemente, no tanto como le hubiese gustado.

La invocada falta de tiempo antaño, el relativo agobio, nos puede parecer extraño hoy, cuando el problema reviste una dimensión sensiblemente superior, ya que vio los ladrones del tiempo, que Michael Ende encarnó, en Momo, en unos invisibles hombres grises, han ocasionado estragos mucho mayores. Al volver la vista atrás, tenemos la impresión de que en aquellas ciudades más pequeñas (Madrid todavía parecía un poblachón manchego, como lo calificó Ayala), que vivían a un ritmo más tranquilo, la gente tenía mucho tiempo para las / participar en las tertulias, y los escritores se conocían mucho; impresión que confirma la tupida red de relaciones masculinas que se dibuja en las remembranzas de muchos de ellos. Este fenómeno se veía favorecido por la relativa ausencia de las mujeres en los cafés, sin cuyo concurso resultaría impracticable que se pudieran permitir, como de hecho hacían, desarrollar la mayor parte sus vidas fuera de casa. Merced a su esfuerzo solventaban sus problemas domésticos y así podían ellos pasear, acudir a los cafés y a los restaurantes, a los que por lo general no llevaban a sus mujeres, lo cual sorprendía al solterón González-Ruano, que había vislumbrado otra actitud menos machista en los cafés berlineses.

No parecían disponer de tiempo, en cambio, para leer unos las obras de los demás. Unamuno sostenía, en los años veinte, que, en efecto, era infrecuente que los escritores españoles leyeran a sus coetáneos. Según explicaba, esto era debido a que formaban legión los que leían para escribir, para encontrar temas o sugestiones para sus escritos y no creían que pudiera inspirarles gran cosa lo que hubiese escrito un coterráneo o coetáneo suyo. Esta susomentada actitud se justificaba también por el temor de contagiarse o dejarse influir por otro escritor. En cierto modo, seguían la recomendación machadiana que aconsejaba libar en la flor, no en la miel, es decir, inspirarse en la propia experiencia vivida como fuente de creatividad y en los clásicos.

Cierto desinterés por la obra ajena, cuando no desdén o paladina envidia; críticas, descalificaciones, rivalidad, de todo esto había. Esta es también la impresión que produce la neblina acre y gris que, en este sentido, exhalan las páginas de numerosos escritos memorialistas. Unamuno, no era hombre de café cuando estaba en Madrid. No sentía simpatía por esta ciudad, como le declaró a Ortega cuando le propuso que se instalara en la capital. Pero si lo era en Bilbao y en Salamanca. Con Pío Baroja no se entendía. Tenían caracteres muy distintos y las relaciones que entablaron en diferentes encuentros, en especial en el Ateneo y en la redacción de algunas revistas rayaban en la antipatía.

A Pío Baroja le tomaron el pelo otros escritores cuando supieron de su dedicación a la fabricación del pan de Viena. Se encontró con que tuvo que atender durante un tiempo la panadería Viena Capellanes, debido a que una tía materna les había legado el negocio. Ricardo le había escrito diciendo que estaba harto y quería dejarlo, de modo que Pío decidió encargarse él mismo de regentar la tahona, en la que arrimaban el hombre, por cierto, algunos trabajadores gallegos. Las bromas que le gastaron sobre esto le parecieron un poco pesadas: "Baroja es un escritor de mucha miga", declaró Rubén Darío a un periodista, no sin cierta ironía -benévola, como era la índole del poeta nicaragüense-. A lo cual replicó el escritor, que tampoco era manco: "También Darío es escritor de mucha pluma: se nota que es indio". Más desabrido fue Unamuno en su ensañamiento con el poeta modernista, a quien complacía dejarse ver por las tertulias literarias madrileñas, con frecuencia en compañía de Valle Inclán, quien lo defendió e inmortalizó convirtiéndolo en fraternal interlocutor de Max Estrella, en el café de la Montaña, cuando los dos se encontraron en las páginas de Luces de bohemia.

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