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Los viejos cafés galdosianos

Café La Fontana de Oro, en Madrid. GSV
photo_camera Café La Fontana de Oro, en Madrid. GSV

PARA GEORGES Steiner -conforme lo expresa en su libro La idea de Europa-, el perímetro de Europa viene dado por la geografía de sus cafés históricos. Los cafés son una expresión del concepto de Europa y de su particular estilo de vida. En ellos ha encarnado la lectura, la reflexión, la conversación y el pasatiempo inteligente. El mapa de los cafés define el territorio de lo que entendemos por Europa, de Pessoa a Kierkegaard, de Stendhal a Sartre, de Galdós a Benet.

El café como establecimiento, e incluso la costumbre de tomar café, se inició en España en el siglo XVIII. Como apunta Antonio Bonet Correa, en un cierto marco de referencia, tomar café equivalía a ser un ilustrado, que como tal debía tener la mente despejada y clarividente. También tenía que estar informado, leer libros y periódicos, estar al tanto de las novedades y cultivar el diálogo y la tolerancia. En epítome: el amante de las letras y la Enciclopedia debía entregarse con profusión a la vida de café. Ya Jovellanos abogaba por los cafés en los que se practicara la conversación y la diversión cotidiana, lo que le parecía mucho mejor para las gentes que dedicarse a dar vueltas embozados en sus amplias capas -que en mala hora pretendió recortar Esquilache- por calles y plazas.

Cádiz, antesala de América y muy abierta al comercio, se convirtió en una ciudad cosmopolita y precursora de la modernidad. En ella proliferaron los cafés: en el año 1802, se sabe que los varones tenían a su disposición 23 cafés, a los que no se permitía el acceso a las mujeres. Bonet Correa menciona, en su historia de los cafés, El café de Cádiz, un sainete en el que se describe un local con algunas mesas y un billar y, por supuesto, con prensa a disposición de los clientes. Pero resulta que, en un determinado momento, entran dos majas que piden unos pocillos de "aquesa bebida negra; ya me entiende usted, café". Al estar prohibida la presencia de mujeres en los cafés, se arma un pequeño alboroto. Acude entonces un representante de la autoridad que multa al cafetero por haberles dado licencia de entrada a las mujeres.

El café burgués, tolerante y liberal, se ramificó en una concreción que dio alas al vivaqueo pequeñoburgués y radical. Un espacio poblado de conspiradores, espías absolutistas y mitineros revolucionarios, tercos en su empeño liberal, de lo que ha dado testimonio Benito Pérez Galdós en La Fontana de Oro

José María Blanco White refiere, en su Autobiografía, que de joven tuvo la oportunidad de sumergirse durante una breve temporada en el ambiente gaditano y declaró que esto le aportó unas perspectivas culturales superiores a las que tenían sus amigos en Sevilla, que no pudieron gozar de tamaña fortuna.

El café burgués, tolerante y liberal, se ramificó en una concreción que dio alas al vivaqueo pequeñoburgués y radical. Un espacio poblado de conspiradores, espías absolutistas y mitineros revolucionarios, tercos en su empeño liberal, de lo que ha dado testimonio Benito Pérez Galdós en La Fontana de Oro, situando la acción en el convulso período 1820-1823. Su decoración y mobiliario eran mediocres y la iluminación se confiaba a unos humeantes quinqués de aceite, que ardían con llama macilenta hasta más allá de la media noche. La atmósfera estaba muy cargada a causa de su humareda, a la que sumaban el vapor del café -que se hacía en potas- y el humo de los cigarros. El confort era escaso: el público tomaba asiento en medio centenar de "banquillos de ajusticiado", cubiertos con cojines de hule, rellenos de crin, que "se salía con mucho gusto de su encierro". Los improvisados oradores se subían a las mesas hasta que el dueño del café, harto del asunto, hizo instalar una tribuna.

El Café de Lorencini, que cambió de nombre repetidas veces, fue célebre también en esta misma época. Estaba situado en la Puerta del Sol y en sus paredes había frescos de valor artístico. En él se creó, en 1820, la Sociedad Patriótica de Amigos de la Libertad. Cuando aquel rey particularmente felón y cruel, que fue Fernando VII, se vio obligado a jurar la Constitución, el 7 de marzo del citado año, uno de sus miembros creyó ingenuamente que la causa de la libertad estaba ya ganada. Arrebatado de entusiasmo se subió a una mesa y cantó, por primera vez, el Himno de Riego. Los cafés han servido siempre de marco para las manifestaciones de exaltación patriótica de unos y otros, como nos muestra paradigmáticamente Casablanca en el cine, plasmado en el Café de Rick. Ya saben ustedes, aquel en el que un inefable gendarme descubrió con fingido asombro que allí se jugaba.

Es perceptible otra línea de evolución en la arqueología del café.

No es otra que la que hunde sus raíces en las botillerías (como la de Pombo, más tarde conspicuo café literario), alumbradas con candiles y velones de aceite o cera. Campaban por sus fueros en multitud de ciudades, como podía ser la de Aranjuez. En ellas se ofrecía la incipiente infusión, que competía con el chocolate a la española -muy espesote-. Se comentaba en ellas con ardor la grave cuestión de la lidia de reses. Y es que tuvo lugar también una identificación profunda e histórica de la España castiza y tradicional con los cafés, sobre todo en el caso de los ínsitos en esta genealogía de las botillerías. El patio andaluz convertido en referente para cafés, con tablado en algunos casos, en los que se daban cita arbitristas dados a la polémica y señoritos ociosos. Ahora bien, Fernández de los Ríos, en su Guía de Madrid, publicada en 1876, puntualizaba que la botillería (término que, por cierto, proviene de bota, o pellejo de vino, no de botella) era más bien un lugar de paso, de parada breve. Bonet Correa sostiene que fue a principios del siglo XIX cuando el café sirvió de asiento de tertulias cotidianas con vocación de permanencia. Una larga historia, esta de las tertulias.

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