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Aquellos viejos cafés

Era bastante habitual en tales círculos que se produjeran porfiadas disputas, sin excluir descalificaciones y argumentos ad hominem. Cuando dos o más interlocutores se enzarzaban en polémica no era insólito que proliferaran los gritos y faltas de respeto
El Café Moderno, donde se reunían entre otros Alexandre Bóveda, Castelao, Manuel Quiroga, Valentín Paz Andrade, Carlos Casares y Ramón Cabanillas. RAFA FARIÑA
photo_camera El Café Moderno, donde se reunían entre otros Alexandre Bóveda, Castelao, Manuel Quiroga, Valentín Paz Andrade, Carlos Casares y Ramón Cabanillas. RAFA FARIÑA

En los cafés históricos, los miembros de una tertulia se denominaban en general puntos, y, si eran asiduos, puntos fijos. Señala Antonio Espina, en Las tertulias de Madrid, que: "Entre todos los puntos de una peña, los fijos y los fugaces, creaban una escuela libre, escuela de la más fácil convivencia". 

Por lo demás, las peñas se dividían en dos categorías: las más abiertas y las relativamente herméticas. En estas últimas, era preciso ser presentado para poder participar en la tertulia. Por ejemplo, en el Café Nuevo Levante, donde mantuvo su tertulia Valle Inclán, en una época, Cansinos Assen tuvo que ser presentado por el poeta Francisco Villaespesa, según revela en La novela de un literato.

En aquellas otras más permeables, la apertura a nuevos contertulios era mayor. Refiere Espina que en algunos de estos círculos: "Había, incluso el desconocido que intervenía en lo que estaban hablando los otros, volvía al día siguiente, alternaba ya como uno de tantos, tuteaba y era tuteado, y hasta que transcurrían dos o tres semanas de más nadie sabía de él otra cosa que su nombre de pila (…). Aves de paso, muchos de ellos daban riqueza promiscua al cónclave": aportaban sabia renovada y aumentaban, de paso, el acervo de dimes y diretes.

Buena parte de los que se incorporaban por lo general tenían una edad inferior al promedio de la tertulia, de modo que se producía un efecto de renovación. Pero esto no siempre sucedía así: Manuel Vicent se quejaba de que, en la suya, instalada en el café Gijón, en la que ya sus miembros eran bastante mayores, comenzaron a sumarse personas todavía más ancianas. Esta «renovación inversa», por arriba en lugar de por abajo, le pareció excesiva y dejó de acudir.

Santiago Ramón y Cajal, en sus Charlas de café, nos ayuda a evocar la atmósfera de las tertulias celebradas en los viejos cafés: "Después de habituar nuestros ojos al humo del tabaco, comenzamos a vislumbrar algunas peñas gesticulantes. De los labios de los comensales surge una sarta de interjecciones pintorescas. Cada contertulio semeja puchero en ebullición, que se destapa rítmicamente bajo el bigote. Profieren juicios y frases rotundas acompañadas de ademanes heroicos. Levantada la sesión, los contertulios se desparraman por la acera enardecidos y vibrantes, pero satisfechos y sonrientes. ¡Allí no ha pasado nada!... Moraleja: el español vocifera, se indigna y arrebola, sin otra mira que hacer pinitos oratorios y favorecer la digestión". 

Era bastante habitual en tales círculos que se produjeran porfiadas disputas, sin excluir descalificaciones y argumentos ad hominem. Cuando dos o más interlocutores se enzarzaban en polémica no era insólito que proliferaran los gritos y faltas de respeto. Ricardo Baroja admite que, en su peña del Café de Madrid, las discusiones eran acaloradas y reinaba en ella un barullo estrepitoso.

En el Madrid siglo XIX y primer tercio del XX, en el que la sociabilidad se concentraba en una reducida almendra o milla cuadrada, la convivencia entre las gentes de la cultura y las artes era intensa. Se veían, paseaban juntos, conversaban, en suma, se trataban mucho, pero se querían poco. Sucedía esto en especial entre quienes pertenecían al mismo gremio. De hecho, la relación entre muchos de los escritores más prominente no era buena. No es de extrañar, por vía de ejemplo, que Valle-Inclán, que presidió varias tertulias de literatos, acabara prefiriendo conversar con los pintores antes que con sus colegas escritores. Esta es también la impresión que produce la neblina acre y gris que, en este sentido, exhalan las páginas de numerosos escritos memorialistas. Pío Baroja, en su magna obra Desde la última vuelta del camino, se despacha a gusto contra Ortega, que había sido gran amigo suyo; dice de él que mucho pensar, pero luego resulta que era cabalmente insensible para apreciar el arte. De Azorín se desmarca con desdén en lo que concierte a su pretensión de ahormar una heterogénea hueste de escritores en una misma generación; y no tiene piedad con Unamuno, a quien pone como chupa de dómine y tilda también de pelma supino. También Pepín Bello señala que Unamuno era un pelmazo con sus escritos. Baroja se quejaba de cuando lo conoció en el Café Fornos, el rector salmantino aprovechó la oportunidad para sacar del bolsillo uno de sus escritos y comenzó a leérselos sin ningún pudor. Lorca se llegó a hartar lo indecible en una lectura de una obra de Unamuno en la casa de Marañón, en El Cigarral de Toledo, y desesperado se tiró a la fuente. Después se puso a patalear exasperado, gritando: ¡No puedo más, no puedo más! Juaristi apunta, en su biografía, que Unamuno exigía a sus amigos una adulación constante, el uso incesante del botafumeiro. No es de extrañar que Buñuel llamara a Unamuno, con juvenil desparpajo, "el viejo pedorro". Claro está que el rudo cineasta de Calanda era tremendo y no perdonó ni siquiera al discreto y enemigo de las tertulias de café, Juan Ramón Jiménez, al que dejó en estado de shock con sus agravios epistolares.

Félix de Azúa dejó dicho que Unamuno tenía momentos odiosos porque era un hombre dotado de un Ego colosal que ocupaba demasiado espacio; se cuenta que Ortega, cuando en cierta ocasión esperaba visita del vasco y había alguien en el despacho, le dijo con premura: "Salga usted ahora mismo, que viene Unamuno con su Yo, y no vamos a caber". También corre por los mentideros la siguiente anécdota: cuando el rey de España le otorgó a Unamuno la Cruz de Alfonso X, don Miguel se la agradeció diciendo: Es para mí un honor recibir esta condecoración que tan merecidamente se me otorga.

-Es extraño –dicen que replicó el rey, más o menos asombrado-. Las demás personas a quienes he concedido la Cruz me han asegurado que no la merecían.

-¡Y tenían razón!, contestó muy ufano don Miguel.

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