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El whisky la zarzaparrilla, que no se bebía impunemente

Rubén Darío, contumaz dipsómano, cató el whisky alguna vez. Pero lo suyo era ante todo el ajenjo y el coñac
Rubén Darío. DP
photo_camera Rubén Darío. DP

EN LOS viejos cafés se bebía de todo: vino, jerez y vinos generosos; el champagne, la cerveza, la sidra y también el vermut. Y entre los destilados, el aguardiente, anís, resoli, ron y coñac y eran servidos habitualmente por los camareros. Los combinados y cócteles, como el dry-martini tuvieron también su clientela entre un público distinguido y sofisticado.

A partir de la década de 1920, los testimonios sobre el consumo de whisky en los cafés son abundantes. Pero no fueron pocos los partidarios del recio coñac hispano, puesto que el francés de importación o el brandy armagnac eran productos de lujo auténticamente prohibitivos tanto para los escritores como para la mayoría de los mortales. La cultura en España nunca gozó de gran predicamento por lo que los creadores se vieron compelidos a hacer lo que buenamente podían con sus menguados caudales. No daban para mucho. Josep Pla, como tantos otros, hubo de transigir con las marcas más corrientes. En sus Dietarios se quejaba de los pésimos alcoholes que había tenido que beber siempre, en particular un coñac que le parecía un auténtico matarratas.

Más afortunado en esto fue Dámaso Alonso, un gran bebedor de coñac, que de joven le gustaba tanto como las señoras. Frecuentaba mucho la Residencia de Estudiantes por lo que Pepín Bello lo trató bastante. Lo recuerda como una persona extraordinariamente capaz, "un monstruo de saber, de inteligencia, de cultura".

Vayamos con el whisky. En Escocia y su zona de irradiación brtánica fue una bebida medieval, cuyo nombre en gaélico significa "agua de vida", como denominaban al aguardiente los franceses: "eau de vie". Una feliz coincidencia en las raíces básicas de las dos grandes tradiciones europeas, que también van a la par por el hecho de haber sido bendecidas por sus respectivas religiones. Fue un fraile benedictino quien inventó el champagne, Dom Pierre Perignon, y ordenado asimismo el escocés John Cor, a quien se le menciona en un escrito, de 1949, como autor de la destilación de una buena partida de fanegas de malta (hubo precedentes anteriores, pero fue este fraile quien se llevó la vitola). Claro que no por ello se le tuvo por pecador, ya que el whisky, en un principio, se distribuyó a la población en calidad de medicamento.

Aunque inexplicable para la ciencia, algún beneficio salutífero cabría suponerle a dicha bebida, si consideramos que dos escritores particularmente longevos mencionaron los destilados como propiciadores de sus dilatadas existencias: Graham Greene, autor de El americano impasible, que no perdonaba el trago ni un solo día (bueno, sí, también cataba el albariño), ni siquiera en sus excursiones en coche, con chofer, por Galicia en compañía del cura y confidente Leopoldo Durán, deteniéndose sobre todo en los monasterios. Su colega Hemingway, en cambio, no se acercaba a los curas ni por pienso por estar convencido de que traían mala suerte; (era un supersticioso que portaba siempre una pata de conejo en el bolsillo). Otro caso fue el del literato Francisco Ayala, considerado en vida patriarca de nuestras letras. A sus más de cien lúcidos años bromeaba con el periodista que le inquiría su secreto para haber vivido tanto tiempo, arguyendo que quizá fuese debido al lingotazo de whisky que se atizaba todos los días.

Ahora bien, siguiendo con esta historia, cabe señalar que las destilerías de malta y mezcla de cereales no lograron hacer su agosto hasta el siglo XIX, en que la mejora de los transportes y las comunicaciones la popularizaron por todos los rincones del planeta.

En el solar hispánico, las primeras borracheras con este destilado comenzaron a hacerse visibles en la segunda mitad -más bien a fi nales- del diecinueve. El exotismo alcohólico fue ganando la partida al vino, el coñac y la zarzaparrilla, a la que había afición entre las gentes de letras y el público en general.

En efecto, mencionemos, por vía de ejemplo, el histórico Café del Príncipe, que se situaba en las inmediaciones del Teatro Español (que no tiene nada que ver con el que existe actualmente en la Plaza de Canalejas, que abrió sus puertas en 1975). El local, que atendió a su clientela durante más de cua renta años, entre 1807 y 1849, ofrecía poco confort, era un antro pequeño y, según Larra, "triste y oscuro". Mesonero Romanos lo califica como "el más destartalado, sombrío y solitario". Pues bien, lo que allí se tomaba, además de café, era agua de cebada, ponche o zarzaparrilla en invierno, y sus reputados refrescos de sorbete en verano.

Este café tan poco agradable acogió, sin embargo, una de las tertulias más renombradas del Madrid decimonónico, frecuentada por poetas, artistas y escritores románticos de la época. Tenía nombre propio -cosa infrecuente en las tertulias- y se la conocía como El Parnasillo (o como ellos mismos se autodenominaban, dándoselas de tremendos: "la partida del Trueno"). Se daban cita sentados en austeras sillas todos cuantos representaban algo en el mundillo literario del Romanticismo: Larra, Espronceda, Zorrilla, etc. Todos ellos muy brillantes, a pesar de lo que trasegaban: bebían zarzaparrilla y no se bebe esto impunemente, apostillaba Antonio Espina, en su libro sobre Las tertulias de Madrid.

A finales del XIX, el whisky empezaba a correr en una cierta medida por las mesas de los cafés. Rubén Darío, contumaz dipsómano, lo cató alguna vez. Pero lo suyo era ante todo el ajenjo y el coñac. Su valedor y gran amigo, Valle-Inclán, lo describió en una ocasión así: "Rubén Darío, meditabundo frente a su ajenjo, alcanzaba las bayas de los mejores ingenios". Pero, en son de broma, citaba el responso a Verlaine, de Rubén: "Que púberes canéforas te ofrenden el acanto / que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto". Y apostillaba lo siguiente: Del primer verso, lo único que entiendo es el "que".

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