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Cabezas cortadas

UN AMIGO ESCRITOR recibió la semana pasada la llamada telefónica de una editora. Era la llamada soñada, casi escrita. En los últimos años la suerte había sido esquiva con él, pero la cabeza cortada del destino rodó ese día hasta sus pies. Quizá porque carecía de experiencia, no supo qué hacer con la cabeza y se sentó sobre ella, en silencio. Una vez la editora se presentó por su nombre, el escritor cerró los ojos para sujetar unas lágrimas imprevistas. La felicidad que se le agolpaba en el interior, dando puñetazos en la puerta, y que a duras penas mantenía a raya apretando los labios, se diluyó de golpe cuando la mujer lo llamó por el nombre de otro escritor. Él, con una sangre fría y ajena, la dejó hablar, sin corregirla, como si en realidad él fuese otro escritor, cosa que a menudo ocurre entre escritores, que un buen día necesitan convertirse en alguien distinto para escribir un libro inesperado.

Mi amigo permitió que la mujer elogiase ‘su’ novela, de la que subrayó la firmeza de la historia, sin cabos sueltos, y la fluidez del estilo, que era tan transparente que incluso parecía que no había estilo. "Ese es el mejor estilo que existe", concluyó. Cuando ella tomaba aire entre frase y frase, él dejaba caer un "ajá" de sorpresa, enfático. No tenía ni idea de que su novela -había asumido ya la identidad del otro- fuese tan buena. Le agradó la observación de que el mejor estilo era el que no se notaba, aunque admitía que "estilo fluido" representaba la típica nuez vacía que se decía de todos los estilos, aunque no fuesen en absoluto fluidos.

Cuando la editora quiso saber si estaría interesado en publicar con ellos, mi amigo aclaró la garganta y dijo: "Te voy a ser sincero: métete tu editorial por el culo", y colgó. Por ahora, no ha vuelto a tener noticias. Es probable que nunca las tenga. Cada vez que tratamos de imaginar qué pudo pasar después de la llamada, nos vienen a la cabeza miles de ideas. ¿Y si acabó con la carrera del otro escritor?, ¿y si la editora averigua a quién telefoneó en realidad?, ¿y si…?

El error, aunque sea al marcar un número de teléfono, depara momentos de gran belleza, subrayada por el desconcierto. En mayo de 2005, Xosé Manuel Pereiro contaba en El País cómo el entonces presidente de la Real Academia Galega telefoneó a Darío Xohan Cabana. Nadie en Gomeán, donde vive el poeta, atendió su llamada, así que dejó un mensaje en el contestador: "Darío, soy Xosé Ramón Barreiro, el presidente de la Academia. Te llamo para darte la noticia de que has sido designado académico…".

La institución acababa de nombrarlo para ocupar el puesto del poeta Manuel María, pero lamentablemente Barreiro había marcado el número de teléfono de una señora de Lugo, que experimentó una extrañeza agreste al descubrir el mensaje. Sintió como si tuviese una piedra caliente en las manos, que no quería arrojar porque semejaba valiosísima. En cuanto tuvo ocasión, en una competición infantil en la que participaba su hijo, compartió la extrañeza con otros padres. Entre ellos se hallaba el escritor Antonio Reigosa, amigo personal de Darío, al que llamó para felicitarlo. "¿Cómo lo sabes? A mí no me han dicho nada", señaló el poeta de Gomeán.

En un período de mi vida que dispuse de un despacho que no estaba en mi casa, recibí una serie de llamadas equivocadas. Siempre era la misma mujer la que telefoneaba, y me pedía que la pasase con la habitación 245, para hablar con un paciente de nombre Luis Rodríguez. En los primeros errores me molesté en explicarle que se equivocaba, y que no estaba llamando a ningún hospital, sino al Ministerio de Justicia. Pero ella insistía. Un día me hizo dudar, y pregunté a una compañera si donde yo trabajaba era el Ministerio de Justicia, como creía, o un centro sanitario, pongamos. Tal vez yo fuese uno de esos pacientes psiquiátricos sin noción de la realidad. No. Aquello era el ministerio, segurísimo, me respondió. Harto de gilipolleces, cuando en otro de sus errores la señora volvió a telefonear preguntando por Luis Rodríguez, le dije que el paciente no podía ponerse. Su salud había empeorado. "Pero ¿es grave?", preguntó. "Gravísimo, de máxima gravedad, cuestión de vida o muerte", respondí. "Hemos tenido que llevarle al quirófano para amputarle la pierna derecha", y colgué, con burbujas en la boca.

Artículo publicado en la edición impresa el sábado, 11 de abril de 2015.

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