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Comprarse un loro

ME PREGUNTO qué se le pasa por la cabeza a toda esa gente que un día cualquiera, de buenas a primeras, decide que a su vida le falta un loro. Uno puede comprender que si alguien se dedica a las artes piratas, incluso a dirigir un sindicato del crimen, puedan antojársele este tipo de caprichos efectistas pero en los demás casos se me antoja un alarde totalmente exagerado e innecesario, casi irracional. Los loros, una vez despojados de la leyenda que en torno a ellos ha construido la literatura, no son más que criaturas molestas y despreciables, una especie de vecinos pulguillas que parecen disfrutar con el sufrimiento ajeno aunque, todo hay que decirlo, con un plumaje mucho más esbelto.

Gritan como posesos, no sé si lo saben. Cierto es que, con el entrenamiento necesario, se trata de unas aves capacitadas para imitar un ramillete más o menos extenso de palabras pero, por lo general, los loros se pasan el día berreando como si hubiesen pasado parte de su infancia en una lonja de pescado y asimilasen el escándalo como arma fundamental para la supervivencia. Por si ese gusto suyo por la onomatopeya reiterativa resultase escaso incordio, en Galicia existe una costumbre casi ancestral de enseñar al bicho lo más sucio y bellaco del diccionario de la lengua.

Así, entre risas de complicidad y muchas palmadas en la espalda, sus dueños creen dar un gran espectáculo el día que te plantan frente a la jaula, lo azuzan convenientemente, y la bestia empieza a soltar barbaridades por el pico como si estuviese concursando en el ‘Pasapalabra’: cabrón, puta, joder, iros, amigovio… En ese momento sientes una necesidad irrefrenable de matar pero terminas convenciéndote de que el pobre pájaro no tiene la culpa y el código penal ahoga, vaya si ahoga.


Los loros se pasan el día berreando como si hubiesen pasado su infancia en una lonja


Hace unas cuantas semanas, Gemma Nierga visitó nuestra preciosa villa y alguien pensó que sería una buena idea reunir a Manuel Jabois, Xabi Fortes y yo mismo para improvisar una tertulia radiofónica que, aseguran las malas lenguas, desencadenó el posterior despido de la icónica presentadora tras más de treinta años al servicio de la casa. El caso es que, como era de esperar, mis compañeros de mesa se lanzaron a hablar sobre el loro Ravachol como quién cuenta historias olvidadas de los Beatles, con una mezcla de veneración y malditismo que a punto estuvo de costarle una embolia a Juan José Millás. El público local, cómplice y orgulloso, aplaudía cada una de las chanzas que sobre el famoso pájaro se contaban mientras yo no hacía más que pensar en esos oyentes de las amplias castillas echándose las manos a la cabeza y repitiéndose aquello de "madre mía los gallegos". Por fortuna, o digo yo que sería por fortuna, quién sabe, a nadie se le ocurrió confesar que el loro Ravachol incluso posee una estatua propia en la ciudad mientras que Castelao, Casares, Bóveda o Manuel Quiroga deben conformarse con una para todos, como los mosqueperros. Con el paso de los años ha prevalecido la leyenda sobre la cruda realidad pero cualquiera puede imaginar el infierno diario por el que debió transitar el pobre Perfecto Feijóo cuando echaba la llave a su botica.

Un loro, valer, no vale para nada. Mi abuela Saladina, que siempre ha sido muy práctica para esto de las mascotas, opinaba que criar a un animal del que no se fuese a sacar carne, leche, huevos o lana no tenía ningún sentido. Una vez me regaló tres patos que yo mismo bauticé con los nombres de los sobrinos del Tío Gilito, otro pájaro cuyo nombre está íntimamente ligado a la ciudad de Pontevedra: Juanito, Jaimito y Jorgito, se llamaban. Los recuerdo como unos bichitos entrañables, con aquellas plumas amarillas y espumosas que daban ganas de comérselos. Eso debió pensar también mi abuela pues un día, meses más tarde, me encontré con que mis queridas mascotas no estaban y para cenar se sirvió algo parecido al pollo pero con un sabor y textura diferentes. Nunca fui muy perspicaz, la verdad, así que me zampé un par de trozos sin pestañear ni dejar de advertir a toda la familia que no me iría a dormir sin dar un beso de buenas noches a mis amigos los patos.

Yo era un niño en aquella época remota y extraña de amor por las aves pero me preguntó qué disculpa tienen esas personas ya confirmadas, algunas incluso casadas o portadoras del sacramento de la extremaunción, para sostener que un loro es un animal de compañía. Sospecho que, de entrada, debe tratarse de algún tipo de alma solitaria y comportamiento asocial que confunde el parloteo inducido de un pájaro con una buena conversación. Además, y esto es incontestable, se trata de individuos que han ido poco al cine, que no han visto los clásicos de Hitchcock, ‘Chicken Little’ o la más reciente aberración del cine de animación, ‘Río 2’. Convivir con un loro debe ser algo parecido a morir en las bodegas del Titanic cada día, entre aullidos desesperados y sacos de pienso. Su razón vital de molestar se me antoja una especie de gota malaya que te taladra el cráneo cada vez que abre el pico, como aquel primo mío que estudió Derecho y me obligó a liarme con su novia de entonces para provocar un conflicto insalvable entre nosotros y perderlo de vista para siempre. Si usted es una de esas personas que está pensando en comprarse un loro, escuche mi consejo, querido lector: el cianuro no es tan terrible como lo pintan.

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