Blog | Permanezcan borrachos

Cuchillos Onetti

UN ABOGADO vasco que conocí cuando empleaba las horas buscando noticias en los juzgados, me contó que hace diez años viajó por trabajo a Montevideo. Debía encontrarse con el socio de un cliente, un empresario de Irún, para revisar el borrador de un contrato. Se subió a un taxi para acudir a la reunión, en la otra punta de la ciudad. En el trayecto, al paso por una calle desangelada, con negocios angostos y decadentes, le llamó la atención un letrero que decía Cuchillos Onetti. Sobresalía de la fachada de un edificio de dos plantas. Las letras eran rojas y el fondo blanco, pero el tiempo le había ido quitando a ambos colores la seguridad en sí mismos. Ahora palidecían. "Pare, pare", le pidió emocionado al conductor. Circulaban a poca velocidad y se detuvieron apenas unos metros más adelante. "¿Hay algún problema, señor?", preguntó el taxista, mirándolo por el espejo interior. El abogado se volvió hacia la tienda, que estaba cerrada. Quizá sólo lo estuviese porque eran las nueve de la mañana, pensó. Una reja negra, no demasiado negra, protegía la entrada. "Nada, nada, puede continuar", señaló el abogado, que en una libreta pequeña que llevaba siempre consigo anotó el nombre de la calle.

No pudo quitarse Cuchillos Onetti de la cabeza en toda la mañana. ¿Tendría algo que ver con el escritor? Pensó en el letrero durante la reunión con el socio de su cliente, en el descanso, y también en la reanudación. Por supuesto, siguió pensando en el almuerzo. A media tarde, al finalizar el trabajo, se subió a otro taxi y le mostró la dirección de la cuchillería. "¿Sabe dónde está? Pues lléveme ahí". Para su felicidad, esta vez encontró la tienda abierta. Le pagó al taxista, que desapareció enseguida, y él se quedó clavado ante la puerta, saboreando el instante, sin entrar. "Yo ya me imaginaba a la señora mayor que había detrás del mostrador contándome que era sobrina de Juan Carlos Onetti, y que lo había tratado mucho antes de que se marchase a España y bla bla bla", me confesó el abogado, que es una de esas personas que a la menor oportunidad se ponen del lado del entusiasmo.

A través de la cristalera descubrió a un hombre solitario, con aspecto de ser a la vez peluquero y cliente

Después de estudiar un modesto escaparate en el que se exponían cuchillos de distinto tipo, algunas navajas, un machete y varias moscas muertas, al fin se decidió a entrar. Saludó con cortesía, y sin habilidad para los rodeos, preguntó rápidamente: "¿Señora, no tendrá usted algo que ver con Onetti, verdad?" La mujer esbozó la primera frase simplemente levantando una ceja. "¿El peluquero? Sí, soy su hermana", afirmó. "Me quedé fuera de juego", admitió el abogado, que consiguió transmitirme cierta decepción al contármelo. Por un instante, yo también me había hecho ilusiones.

El abogado creyó que la mujer le tomaba el pelo, quizá harta de que cada cierto tiempo apareciese un imbécil suponiendo que sólo había un Onetti verdadero, el escritor, y que los demás eran derivaciones que no habían hecho nada admirable con su vida. "¿Hay un Onetti peluquero?", preguntó mi amigo aferrándose a un haz de luz. "Allí mismo", dijo la mujer, que estiró un brazo y con un dedo señaló al otro lado de la calle. El abogado descubrió un discreto cartel que decía Peluquería Onetti.

No había reparado en ese negocio hasta ese momento. Experimentó otro brote de optimismo, y decidió que aquella historia mejoraría si cambiaba de acera y conocía al hermano de la mujer. Eso hizo. Abandonó la cuchillería y en seis zancadas se situó ante la peluquería. A través de la cristalera distinguió a un hombre solitario, con aspecto de ser a la vez peluquero y cliente. Mataba el tiempo con un periódico. Levantó la cabeza al ver entrar al abogado, que preguntó: "¿Es usted Onetti?" El hombre asintió con una sonrisa vieja, como si se hubiesen visto otra veces, y movió la silla para que el abogado tomase asiento. Mi amigo renunció a hacer preguntas que condujesen al desencanto. Iba a cortarle el pelo Onetti. Punto. Era un final perfecto.

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