Opinión

D.E.P., 'hombre de la iguana'

Hombre de la iguana. ALBA SOTELONO SÉ cuál era su nombre, tan solo que era de Cáceres y que elaboraba productos de bisutería artesana para ganarse el pan. Pero qué pena saber que no volveré a verle. Les hablo del hombre de la iguana, que acostumbraba poner su puesto ambulante en los Soportales con su inseparable (pedazo) iguana subida al hombro. Las redes sociales se hacían eco este miércoles de su fallecimiento y, aunque una servidora nunca llegó a entablar con él una relación cercana, lo cierto es que, al igual que otros vecinos de la ciudad, lamento su pérdida. La zona vieja sentirá el hueco que deja. Ahora solo espero que su animal de compañía esté a buen recaudo, aunque bien seguro que este le resultará un trago amargo. Estaremos atentos a ver si trascienden novedades sobre el caso.

Cambiando de tercio. Creo que ya les he confesado en alguna ocasión el pavor que tengo a volar en avión. No me pregunten por qué, pero no soporto ni el despegue, ni el vuelo ni el aterrizaje. No me relajo ni un solo minuto, por mucho que intente razonar o distraerme con recursos de lo más variopinto. He probado a ir sin dormir, pero al final no pego ojo, las pastillas no me hacen efecto y la lectura tampoco apacigua las ganas de salir corriendo de la cabina. Ya ni les cuento si uno de los motores ruge o desprende un sonido raro. Ahí directamente, me quiero morir.

Muchas veces este temor le hacen sentir a una un bicho extraño, pero cuando una empieza a hablarlo se da cuenta de que en la práctica hay muchos casos similares cercanos. La concejala nacionalista de Pontevedra Anabel Gulías confesó esta misma semana que lleva fatal los momentos de salida y llegada del avión y que su último viaje a Bruselas fue toda una odisea. Según dijo, en el momento de aterrizar el avión comenzó a dar vueltas y más vueltas, hasta que finalmente se posó en una de las pistas de despegue. Las maniobras se debieron a un problema de frenado y, aunque su compañero de filas, Alberto Oubiña, trató de tranquilizarle, el episodio fue bastante desagradable.

Me pongo en su pellejo y no quiero ni pensarlo. En esos momentos desearía tener a mano un botón de off para desconectarme de la vida hasta nuevo aviso, hasta verme sana y entera en el destino que toque. Me han dicho que existen terapias en tres dimensiones para aprender a torear el miedo a volar y la verdad es que cada vez me planteo más en serio acudir a una de ellas. Por lo menos, para probar. Se lo comentaré a mi queridísima edila Anabel Gulías, a ver si con suerte nos hacen una oferta 2 x 1. Si funciona, renovaré maletas y, sin duda, abriré la cartera de próximos viajes a destinos internacionales. Iría más feliz que una perdiz. Laponia suena muy bien para ir empezando.

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