Opinión

Días de vino y rosas

LAS CAMPANAS del santuario de la Virgen Peregrina anuncian las doce mientras un par de voluntarios despliegan una coqueta carpa de color rojo en dos sencillos pasos, como esas tiendas de campaña que democratizaron las acampadas para disgusto de los Boy Scouts. El reparto de rosas suele ser uno de los actos más simbólicos de cualquier periodo electoral para la familia socialista y en el ambiente se respira algo parecido a la ilusión que, sin embargo, contrasta con el aire funesto de un día tan señalado como el de Todos los Santos. Tampoco acompaña el tiempo, con una mañana de esas que vulgarmente se denominan como de perros: el aire frío, el cielo gris, la plaza triste... No parece el escenario más idóneo para repartir sonrisas, pero nadie dijo que salir a ganar unas elecciones fuera a ser fácil.

Con las rosas desplegadas sobre dos cajas de cartón aparece Tino Fernández caminando a buen paso, sonriente pero con las manos escondidas en los bolsillos: intenta resguardar del frío unos dedos doloridos por los pinchazos de la tarde anterior. "Tuvimos que comprarlas con espinas y prepararlas nosotros mismos para abaratar un poco. En estas fechas están carísimas", confiesa tras el pertinente saludo. Como un ejército bien entrenado, su sola presencia hace que la infantería socialdemócrata se despliegue y en pocos segundos aparece el primer agraciado en el sorteo: un chico joven, en bicicleta, tan contento con su rosa que una de las voluntarias se acerca a besarlo, a ver si así logra que deje de dar las gracias a todo el mundo. La escena es fotografiada desde la distancia por un grupo de turistas con mochilas y atuendos de peregrino. Estoy a punto de decirles aquello de "democracy to the party" pero me callo: si no funcionó con el pulpo, es que no puede funcionar. Y hago bien porque, de repente, comienzan a moverse como una manada de leones rodeando la carpa, dispuestos a cobrarse su presa. "¡Pedro, Pedro! ¡Va a ganar Pedro!", grita uno al que en seguida distinguimos como el macho alfa: los supuestos guiris resultan ser extremeños.

A las doce y media empiezan a aflorar los primeros nervios: "hay que parar un poco que las estamos acabando", dice alguien. Los cálculos no contemplaban semejante aluvión de visitantes de Plasencia, que van cayendo sobre las rosas en oleadas de a seis. Se llevan, por cierto, hasta los sobres con las papeletas para el senado, lo que no deja de tener su gracia y también su explicación: la vida del turista consiste en coger todo cuanto se le ofrece. "Repartid sin miedo, que todavía queda otra caja en el coche", tranquiliza otro de los militantes a los demás presentes. Entonces se produce uno de los momentos más divertidos de la mañana. Una mujer se acerca a la mesa y dice, muy salada: "¿Para que gastáis una rosa con mi hermano? Si este siempre vota al PP". Todos ríen mientras la mujer coge al hermano del brazo y lo amenaza públicamente tirando de salero: "la rosa te la llevas pero al senado me votas a Marica, que ya sabes la devoción que sentía papá por Adrio".

Sobre la una en punto apenas quedan rosas que regalar y el viento amenaza con llevarse la carpa por los aires, algo que tratan de evitar los presentes colgando paraguas de la estructura. Maica Larriba está exultante, Guillermo Meijón (Constantinopla, 1378) estrecha manos como si fuese un futbolista, y Yoya Blanco agradece a los voluntarios su esfuerzo. La familia socialista luce feliz cuando por la plaza aparece un miembro del equipo de María Ramallo, que se acerca a saludarlos deportivamente. "Vosotros deberíais regalar huevos de gaviota", le dice un Tino Fernández al que ya no le duelen la manos, solo Catalunya. Todos ríen, en una escena de cordialidad que les honra, y yo me acuerdo de esa frase que tanto suele decir mi admirado Ramón Rozas: "Pontevedra como medida de tódalas cousas". Vivimos días de vino en la ciudad y, por supuesto, parece que también de rosas.

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