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Diccionario de filosofía

El último curso de bachillerato, algunos compañeros nos enamoramos de una profesora, Belén.

AL FINAL del bachillerato, algunos compañeros del instituto nos enamoramos de nuestra profesora de filosofía. Quizá fue el último amor colectivo. Se llamaba Belén y nos hizo creer que aquella asignatura era apasionante. Por aquel entonces, yo no quería ser nada especial en la vida. Me importaba un bledo el futuro. Pst... Estaba demasiado lejos. Ya vendría, me decía, y cuando viniese, ya veríamos. Me tranquilizaba pensando que tardaría mucho en alcanzarme. Entretanto, me esforzaba en pasármelo bien, columpiándome en el presente. Eso sí que era real. Casi podía moldearse con las manos, hasta darle la forma que querías. En cambio, el futuro...

Pero a los pocos meses, justo el futuro se presentó en mi casa un domingo por la tarde, cuando mis padres me convocaron al salón y me pidieron que me sentase. "Tenemos que hablar", dijo mi madre. No tenía ni idea de qué iba aquel teatro, y me senté. No estaba nervioso, y desde luego no estaba tranquilo. Esa tarde había quedado con unos amigos para ir a los juegos recreativo y miré un par de veces el reloj. La segunda lo hice para que ellos se fijasen en que lo miraba, y que comprendiesen que habría que hablar rápido.

De pronto, sin venir a cuento, mi padre carraspeó y me preguntó en qué carrera pensaba matricularme. Estuve a punto de decir "Ah, no sé", pero en ese instante me acordé de Belén y de lo loco que estaba por ella. "En filosofía", improvisé con seguridad en mí mismo, casi sin dejarle acabar la pregunta. Ingresar en esa facultad, después de un año interesado en la profesora, constituía un modo de prolongar mi fascinación por ella. Y quién sabía si... Tal vez ahora parezca una idiotez magnífica, pero entonces, como muchas de las decisiones que uno no sabía que eran importantes, creí que hacía lo correcto. Había cierta coherencia sentimental en mi respuesta. No tenía ni idea de qué me depararían los estudios de filosofía, ni qué vendría cuando los acabase, ni qué sería de mí hasta que llegase a la vejez. Como digo, le daba la espalda al futuro. Aquella decisión representó un acto de amor, sin más. Fui el único, de cuantos nos habíamos enamorado de la profesora y su manera de enseñar, que  se matriculó en la facultad.

Cuando llegué a la universidad nunca más volví a ver ni a tener noticias de Belén. Me empecé a interesar por la filosofía a secas. Y a leerla. Por esa época conocí la existencia del Diccionario de filosofía, de José Ferrater Mora. Fue otro amor ciego e inexplicable. Al principio lo consultaba en la biblioteca de la facultad. Sus cuatro volúmenes eran inagotables. Un día empecé a soñar con mi propio diccionario. Ahorré durante meses, y cuando reuní el dinero necesario, estuve tres semanas saliendo todas las noches hasta que lo gasté todo. Pasaron algunos meses, hasta que otro día abrí la revista de Círculo de Lectores y allí estaba la obra de Ferrater Mora. De nuevo me puse a ahorrar peligrosamente.

Ningún libro me ha proporcionado tanto placer al comprarlo como el Diccionario de filosofía. Su autor trabajó durante 40 años sobre él. Nunca dejó de hacerlo, en realidad. Conoció seis ediciones. La primera se publicó en México en 1941, y tenía 598 páginas. Tres años después, con la segunda, las páginas ascendieron a 760. La tercera edición salió en Argentina en 1951, y según el propio autor, "prácticamente se trata de una obra nueva"; tenía 1.048 páginas. En 1958, con 1.481 páginas y 762 artículos nuevos, se editó la cuarta. La siguiente ya se presentó en dos volúmenes, de 1.000 páginas cada uno; corría 1965 y se reimprimió varias veces. Pese a todo, Ferrater Mora, que era autor único, siguió mejorándolo, y en 1979 vio la luz la sexta edición en Alianza Editorial. Para entonces, el diccionario tenía cuatro volúmenes y 3.589 páginas.

Fue mi libro más amado hasta que hace seis años desapareció. Se lo tragó una mudanza. Por mucho que busqué, y lo hice durante meses, a veces en los lugares más absurdos, como en un lagar que tienen mis abuelos, o en el baúl donde guardamos cada año los disfraces de Carnaval, nunca apareció. Pero hace una semana, buscando unas chanclas en casa de mis padres, abrí una caja de zapatos y allí estaban los cuatro volúmenes del diccionario. Algunos años los veranos acaban bien.

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