Opinión

"E eu preocupao"

RECONOZCO QUE desde los 10 años, cuando una peritonitis estuvo a punto de cambiarme de mundo, soy un ser vivo preocupado —incluso a veces neurótico—, máxime cuando el estrés me domina. Me preocupo por casi todo y por todos. Y es que este mundo está repleto de posibles desasosiegos, empezando por lo sustancial: la salud. Que si acabo de estornudar [¿será covid?], que si al chico le duele la cabeza [¿será covid?], que si la niña tiene fiebre [¿será covid?]... Y así todo.

Aparento el hipocondríaco Argán, el inolvidable protagonista de ‘El enfermo imaginario’ de Molière. Y no es ya tener miedo a la muerte, que algún día nos sonreirá a todos, sino en cuán cruel será su antesala. Por desgracia he visto marchar a seres muy queridos tras haber sufrido lo indecible. Ahora comprendo perfectamente las palabras que siempre decía mi abuela Ramonita antes de dormir: "San Antoniño bendito, poca cama y buena muerte". Y por fortuna para ella así fue.

Pero es que además también generan desvelo el trabajo —hay que comer—, los estudios de los chicos y —¡cómo no!— el vil metal. Esto es, el mantenimiento de la gran cantidad de cosas que poseemos y disfrutamos en esta parte del mundo: casa, coches, teles, teléfonos, academia de inglés, Club Fluvial, Círculo, bote de vacaciones, etc. Sin contar ya que te metas en obras en el hogar. El acabose. Suelo comentar con mi hermano Pachi que si hacemos un símil con los entrañables dibujos animados de ‘Leoncio el león y Tristón’, él sería el felino por su desmesurado optimismo, aun en las situaciones más difíciles. Yo sería la atribulada hiena, topando contratiempos por doquier con su "¡oh, cielos, qué horror!".

En cualquier caso,ni tan siquiera Pachi se puede comparar a Eduardo, buen amigo mío de Montirón y la persona más despreocupada que conozco en todos los ámbitos de la vida. Un auténtico referente para los aprensivos, turbados, acongojados... Les cuento.

Cheché de la África, Ricardo y el propio Eduardo hicieron la mili como voluntarios en el cuerpo de ‘paracas’ a principios de los 80 del siglo pasado. Todavía eran menores de edad, por lo que incluso tuvieron que presentar una autoriz a c i ó n paterna c u a n d o hicieron la solicitud. Aunque la Bripac (brigada paracaidista) está en la madrileña localidad de Alcalá de Henares (Madrid), el batallón de instrucción se ubica en Javalí Nuevo, muy cerca de la base aérea de Alcantarilla (Murcia), que es donde se sitúa esta pequeña historia.

Tras algún tiempo teorizando sobre los lanzamientos, por fin llegó el día del estreno de los tres montironeses. Los jóvenes subieron a bordo del avión para arrojarnacse desde el aire. En estos casos los paracaídas que se usan son automáticos, no hay posibilidad de que se pueda hacer nada, el viento los dirige. Además, se realizan desde baja altitud, esto es, menos de 1.000 metros. Tal vez por esta razón las tiradas se ejecutan sobre un yermo paisaje acotado para evitar posibles inconvenientes.

Pues bien, todos los muchachos se arrojaron, se les abrió el paracaídas y aterrizaron sin mayores contratiempos. Todos menos uno, Eduardo. En vez de bajar se quedó suspendido en el aire por haber cogido en su camino una bolsa térmica —corriente caliente que sube desde el suelo—. El infortunado vagaba por el cielo al libre albedrío. Mientras, sus compañeros y los mandos se acogotaban por lo que pudiera acontecer. Había que tomar medidas rápidamente, no fuera a ser que nuestro protagonista cayera fuera de las lindes de seguridad en una carretera, un embalse, un tendido eléctrico... ¡Quién sabe!

Se organizó un descomunal revuelo en la base aérea y mientras el mozo seguía allá arriba a merced del viento —solo Dios sabe el calvario que estaría pasando— los demás rezaban al tiempo que lo escoltaban. Vallados, alambradas, muros, huertas... Nada era óbice para aquella retahíla de vehículos militares que intentaban socorrer a nuestro Eduardo.

El capitán, megáfono en mano, lo consolaba, imaginando la angustia del desdichado soldado de 18 años recién cumplidos:

—Tranquilo, hijo, no te preocupes. ¡No te preocupes!

De forma súbita, el paracaídas empezó a descender rápidamente hasta que Eduardo, al fin, holló la tan ansiada tierra. Todos lo envolvieron, obviamente preocupándose por su estado.

—Eres un héroe. ¡Un héroe! Qué mal lo has tenido que pasar, ¿verdad?- —le dijo el capitán.

Eduardo lo miró a los ojos, encogió los hombros y le espetó:

—Bah! E eu preocupao. Se un pito tiña, un pito fumaba.

[¡Mátame camión 😯!].

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