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El cielo de los héroes

Homenaje del Concello de Sanxenxo, esta semana, al vecino Arturo Fontán, en presencia de su viuda y su hijo. GONZALO GARCÍA
photo_camera Homenaje del Concello de Sanxenxo, esta semana, al vecino Arturo Fontán, en presencia de su viuda y su hijo. GONZALO GARCÍA

SÍ, YA. Ya sé que estás dolido. Agujetas en el alma. Que te duele respirar. Y que estos días lloras y buscas un refugio que, a veces, solo encuentras en tu mami. Papá ya no está. Se lo llevó el mar. Deja que te cuente una historia. Hace años saqué a un tío del agua. Fue en Area de Bon. Paseaba la playa y apareció una joven que pedía ayuda. Su novio había desaparecido. Los socorristas eran tan quimera entonces como Paquirrín hoy de rector en la Complutense. Nadé y vi al chaval. Allí, en el fondo arenoso en posición fetal, semejaba un bebé. Joven yo, 21 años y por supuesto imbécil, no tuve duda. Mi delgadez era alarmante. Me devoraba ya esa ansiedad nerviosa que auguraba -así fue- un futuro psíquico patológico. Le llamaban nervio, los viejos. Dicen que una mujer es capaz de levantar un coche si su hijo está bajo él. Empujando hasta con mi cabeza logré sacarlo a la superficie. Me ayudaron luego a arrastrarlo hasta la arena. En ella me eché, agotado.

Entonces -solo entonces- unos campistas que habían permanecido en la contemplación corrieron para respirarlo. Fornidos, musculosos, incapaces en cambio de afrontar el riesgo y arrojarse al agua. Culturistas de camping, supe luego, el vigor físico no siempre acompaña a la valentía. Lo mío aquel día, solo temeridad. A lo mejor, simple inconsciencia.

Cuando llegó la Cruz Roja estuvieron una hora intentándolo todo, pero el chaval había muerto. No pude salvarlo por minutos. Cuando vi a aquel pobre desgraciado reparé en su complexión atlética: superaba el metro ochenta. De Beluso y empleado de un taller mecánico, padecía epilepsia. Quizá un ataque en el momento menos apropiado propicio su muerte. El mar, mal sitio para la convulsión.

Esa noche la cabeza me reventaba. La mañana y tarde siguientes continuaba acompañándome la maldita migraña. El `Meloka´, un coctel medicamentoso suavizó la jaqueca insufrible. Cuando el médico escuchó mi descenso a pulmón más de dos metros torció el gesto y me recomendó una radiografía de senos paranasales: tenía el tabique desviado y no había nacido para imitar a Cousteau. Cuando en el mar se intenta salvar a otro pueden darse cuatro posibilidades: se salva el que intenta salvar y muere quien iba a ser salvado; se salva el salvado y muere el salvador; mueren ambos o se salvan ambos.

En el caso de Arturo Fontán lo ocurrido se ajusta a la segunda de las posibilidades. En Fuerteventura y en él se enseñoreó la fatalidad. Resta el consuelo que orla la heroicidad, aunque a costa del tesoro más valioso del ser humano, su propia vida. Arturo se comportó como héroe y su muerte, romántica a rabiar, adorna su acción. No depende aquí la admiración del resultado sino de la intención. Arturo no dudó. Y si lo hizo venció esa reticencia sin pensar en su mujer ni en su hijo. Vio a alguien en peligro y resolvió que su vida merecía ser puesta en riesgo.

En mi pueblo eso tiene un nombre: generosidad. Alguno habrá que ubique a Arturo en el terreno de la irresponsabilidad, porque no pensó en su propia vida y sin querer llevó la tristeza a los suyos. ¿Mi opinión? No, nunca ¡Jamás!. Admitirlo sería normalizar la cobardía. Y a los ocupantes del avión Ruso que se pusieron -y pusieron a otros- en riesgo al evacuarlo con sus equipajes mientras ardía. Porque ésos mierdecillas egoístas sabían que la maniobra de abandonar la aeronave se vería complicada si se hacía con impedimenta. Tontos, o sea, porque se vieron entorpecidos, ellos y el resto del pasaje, en el intento de salvar la vida. Se llevaron sus maletines, vale, pero pudieron dejarse el pellejo en una torpeza que no contemplaba más que su propio ombligo.

En la comparación de ambos comportamientos emerge la figura descomunal de Arturo. Su bonhomía ejemplar. Un corazón tan grande que excede cualquier cinta métrica. Ese fogonazo de bondad desnuda que suicida el propio futuro para que otro viva. Arturo pudo especular y hacer lo que los culturistas aquellos. Pero su bizarría vetó la mera contemplación de la desgracia ajena.

Cuando en Madrid se quemó el teatro Maravillas juzgaron a un viejo que se abrió paso entre la multitud a bastonazos. No hubo bemoles a condenarlo porque por el juzgado pasó no sé si el miedo insuperable o el estado de necesidad como eximente. A ningún ser humano le es exigible arriesgar o perder su vida por la de otro, pero si lo hace, como Arturo, merece ser ensalzado, recordado siempre.

Como aplauso merece el Concello de Sanxenxo, ágil y justo reconociendo a uno de los suyos que, cómo no, también es uno de los nuestros. Un día de julio de hace 36 años pude ser Arturo, pero tuve la suerte que se mostró esquiva con él. Vuelvo a ti, querido. Veo tu foto. Te veo a ti y a tu joven mamá (tachemos del diccionario viuda) y me gustaría, un mediodía de estos en el `Aviador´, achucharte en un abrazo colosal.

A ti, chaval, que instalado en esa frontera inconcreta de la niñez disfrazada de adulto, que eso es la adolescencia, todavía hablas de tu padre en presente. Bien hecho. Mi padre también murió ¿sabes? pero todos los días va conmigo a todas partes. Bien hecho, mi rey, eso de hablarle al tuyo como si no se hubiera ido porque él, tu papi, reprobó el efímero terreno de la insolidaridad para instalarse, ya para siempre, en el cielo de los héroes. Un beso fuerte.

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