La biografía del peligro

El miedo de Highsmith: terreno resbaladizo

Patricia Highsmith encontró en Europa lo que buscaba en Nueva York. Éxito. Aún así, lo que obtuvo jamás se correspondió con lo que quiso. Lo que quiso fue una realidad creada por ella y a su servicio. De esa verdad descompensada salió un estilo y de ahí unas novelas imperecederas. Las adaptaciones cinematográficas crearon algo propio que Highsmith rechazó
Patricia Highsmith
photo_camera Patricia Highsmith

ELLA TENÍA miedo. Porque existía la posibilidad de no conseguir lo que ansiaba conseguir. Y porque el miedo, ese afilado cuchillo sobre la garganta, comenzó a rasgar su piel, lenta, cruel e inexorablemente, desde muy joven, quizá desde niña, de modo que a los veintitantos años, la sangre ya brotaba y el dolor ya era irremediable.
Patricia Highsmith, Pat, llegó a un mundo descolocado en el que encontró difícil acomodo. Un padre ausente, separado de su madre unos días antes de que ella naciera; una madre a la que amaría y de la que querría deshacerse a lo largo de toda su vida —ambas pasiones sentidas con la misma intensidad—, y una abuela autoritaria que, sin embargo, tenía cierta predilección por esa nieta peculiar. Oriunda de una localidad de Texas, su familia representaba todas las cosas de las que ella quería huir: gustos poco refinados, pobre cultura y escasez económica. Una combinación letal para alguien como Pat, cuya tempranísima ambición la situaba en el Upper West Side de Manhattan, el barrio en el que la flor y nata neoyorquina iba de fiesta en fiesta, mostrando al mundo sus excentricidades y derrochando lujo, allá por los años cuarenta del pasado siglo. Entre la realidad y la realidad Highsmith siempre hubo algo descompensado. Entre lo que quiso y lo que fue siempre hubo una grieta por la que se precipitaban los fracasos, las decepciones, los sueños rotos. Y también ese miedo. Un miedo elegantemente vestido, de modales exquisitos y mente despiadada. Su personaje. Un asesino.

Pese a las eternas dificultades económicas, Mary, la madre de Pat, de quien heredó el casi paralizante sentimiento de vergüenza e inferioridad debido a su baja posición social, se las arregló para enviarla a Barnard College, una escuela femenina de prestigio. Allí comenzaría lo que sería una constante en su vida, un comportamiento que iba a convertirse en patrón existencial: escribir, beber y coleccionar amantes; acciones que se nutrían, que se necesitaban, que se inspiraban mutuamente. A pesar de su aparente deseo de soledad, de su aversión al mundo exterior con todas sus criaturas pululando dentro, Pat Highsmith escribió sus mejores obras en un estado de máxima excitación, de frenéticos conflictos internos, de idas y venidas, de encuentros atropellados, de viajes (en tren), de fiestas, de infidelidades, de alcohol. Sin embargo y, en contra de lo que pueda parecer, Highsmith no lograba estar a la altura de sus expectativas, y su vida de glamour, dinero y fama no era tal. Solamente parecía ser tal.
Aunque jamás lo mencionó, la medida de su fracaso podría muy bien haberse contabilizado a través del continuo rechazo de la revista The New Yorker por sus relatos. Nada le hubiera gustado más que ver su nombre ahí, entre los grandes. Los relatos eran devueltos a su dueña con dos calificativos que pasarían a formar parte del vocabulario Higshmith: «perturbador» y «sórdido». La alta cultura, esa burbuja en la que ella deseaba penetrar, le estaba vedada. Entretanto, se ganaba la vida escribiendo los guiones de los cómics más vendidos en América durante las décadas cuarenta y cincuenta. Cosas como ‘El Yanqui Combatiente’ y ‘Matajaponeses Johnson’, una suerte de héroes invencibles imbuidos por el patriotismo y los valores con los que el americano medio se identificaba. Cultura popular. Algo que Pat ocultó astutamente a todo el mundo.

El filo del cuchillo se deslizaba muy despacio, muy certero, sabiendo en qué punto presionar sin llegar todavía al golpe definitivo.

A Pat nunca le gustó especialmente el cine. No se sintió atraída ni por su lenguaje ni por su técnica. No creía que las películas pudieran ofrecer algo nuevo, distinto y de calidad, al panorama cultural de entonces. Consecuentemente, con ninguna de las adaptaciones de sus novelas a la gran pantalla se quedó satisfecha. ‘Extraños en un tren’, su primer libro, fue llevado al cine por Alfred Hitchcock, mundialmente conocido como el mago del suspense. La película fue un éxito pero ella lo despreció. Ese suspense, ciertamente, no era el suyo. Y ese asesino tampoco. Después vendrían René Clément, Claude Chabrol, Win Wenders, reputados directores cinematográficos que no lograron conquistar la realidad Highsmith. De hecho, Pat se quedó horrorizada al ver a Dennis Hopper caracterizado como Tom Ripley. Aquello no solamente significaba no haber entendido a su personaje más famoso, sino que era una especie de traición a todo un universo que tampoco ella comprendía en su totalidad. La falsedad, la apariencia, la ambición, la pasión, la culpa y la condena eran los ingredientes básicos con los que Patricia Highsmith componía sus novelas y sus relatos. Y la atmósfera en la que envolvía esos elementos era, a menudo, exquisita por fuera y mezquina en su interior. Y el terror que atenaza a los personajes, el espanto a que el resto de la humanidad descubra su núcleo —miserable, pobre—, es un terror compartido por su autora. Es el mismo miedo. Idéntico cuchillo.

Después del muy moderado reconocimiento de ‘Extraños en un tren’, Highsmith escribió ‘Carol’, en muy poco tiempo y en un estado que podría calificarse de arrebatado, tras contemplar a una mujer que parecía ser la respuesta a todos sus sueños. Es la novela en la que baja la guardia y de la que se desprenden retazos de su propio centro, una esencia que se resistía a aceptar, elaborando capas diferentes, mejores, según su criterio, dando lugar a otros seres que se correspondían con su ideal. Rápidamente vio el peligro y la angustia hizo que el libro se publicara bajo seudónimo para que no la identificaran con un argumento que se asemejaba mucho a su recorrido vital. Salió a la luz con el título ‘El precio de la sal’, y es el único libro de su autora en el que nadie asesina a nadie. Su argumento gira en torno a un amor entre dos mujeres en los años 50, en una América que consideraba tal circunstancia como un delito. Es un libro —sorprendentemente— con final feliz. Acaba de estrenarse en España la película, dirigida por Todd Haynes y protagonizada por Cate Blanchett y Rooney Mara, y nunca sabremos qué opinaría Patricia Highsmith de ella. Podemos aventurarnos diciendo que  le hubiera gustado su protagonista porque, ciertamente, era su tipo. A lo largo de su vida se enamoró de muchas mujeres rubias, guapas, distinguidas (y ricas). Y desde luego, fue correspondida en la mayoría de las ocasiones. Pero eso es algo que jamás confesaría. Así que ‘Carol’ fue una novela que no fue capaz de reprimir, cuestión por la que se sintió culpable in aeternum.

Miss Highsmith no era fácil de satisfacer. Ni para los demás ni para ella misma. Llevó muy al extremo el juego del ocultamiento y su conducta exagerada, trastocada, ilimitada, escondía su deseo irrefrenable de trascender. En una de las pocas entrevistas que concedió, afirmó que siempre estaba escribiendo la misma novela. Y eso parece acercarse bastante a la verdad. Porque puede que cambien el escenario, el entorno, la época, de sus historias. Sin embargo, si diseccionamos a sus protagonistas, si vamos formando una silueta con los rasgos más destacados de cada uno, nos sale algo inquietante. Ella. Pat Highsmith. Con la garganta seccionada, por donde el miedo, ese terreno resbaladizo, sale a borbotones.

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