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Explicarlo en casa

MEDIA VIDA preocupado porque mis padres descubriesen aquella burda falsificación en las notas de sexto curso y jamás había reparado en la auténtica amenaza que se cernía sobre mi pequeña corruptela: que se enterase todo un país. Es el tipo de actitud que me ha limitado desde la más tierna infancia, supongo: complacencia, cortoplacismo, estrechez de miras, falta de ambición… Cuando uno solo se preocupa por lo que pueda pensar la propia familia y no el resto de la nación está condenado a deambular por el mundo como un perro flaco, un mendigo que merodea entre los cubos de basura y se rasca las pulgas con un movimiento mecánico, casi inconsciente, como el capirotazo del rabo de una vaca.

"Si vas a traficar, mejor que te pillen con una tonelada de coca que con unas lonchas de hachís", decía un vecino mío al que hace tiempo que perdí la pista. Pensándolo bien, es tan probable que haya dado con sus huesos en la cárcel como que viva retirado en una pequeña isla del Caribe con media docena de criados, circuito privado de cámaras de seguridad y un asador. Su planteamiento era peligroso pero destilaba intención, codicia, deseo… Si yo hubiese encarado mis estudios con el mismo fuego que él encaró la carrera criminal tal vez no me hubiese limitado a estudiar un módulo de FP que, dicho sea de paso, también logré llevar a buen puerto gracias a una trampa flagrante.

Sucedió, a pequeña escala, algo similar a lo que, se sospecha, ha podido ocurrir con la señora Cristina Cifuentes y su máster en Derecho Público del Estado. Había una asignatura que se me atragantaba, no podía con ella, así que desistí voluntariamente de sacarla adelante y me ausenté del examen final para pasear por una playa de Marín con mi novia de entonces; a fin de cuentas, los desgraciados siempre hemos pecado de un exceso de romanticismo. El caso es que, llegado el día de la recogida de notas, me encontré con un notable maravilloso en la dichosa asignatura que acaté con la misma actitud positiva que Di Stéfano aceptaba algunos premios individuales. "Me parece injusto pero lo trinco", decía Don Alfredo, y eso mismo hice yo con aquella calificación tan inmerecida como oportuna. En mi descargo diré que, extrañado ante semejante proeza, me obligué a realizar las averiguaciones necesarias para atar todos los cabos y no arriesgar mi futuro académico a un posible error de transcripción.

Cristina Cifuentes, ante los medios gráficos esta semana en la Asamblea de Madrid. EFE

Ni corto ni perezoso, pues, me planté en el examen de recuperación y me acerqué a la profesora mientras mis viejos camaradas afrontaban el trámite redentor con gesto concentrado los que menos y mirando por la ventana los que más.

-"Buenos días", dije. "He venido porque en mis notas finales aparece un notable en su asignatura y…".
-"¿Y te parece poco?", me interrumpió ella.
-"No, no es eso", contraataqué.
-"Tan solo quería asegurarme de que esa es la nota correcta, por si acaso".

Se escucharon algunas risas de fondo mientras ella buscaba la confirmación en un bloc repleto de fichas y, efectivamente: allí estaba mi ocho y medio perfilado con tinta negra junto a un cero redondísimo y en color rojo que correspondía a Vicente Ulla, el cerebrito de la clase y mi predecesor en el listado alfabético. Giré la cabeza y lo vi, pobre jugador, enfrascado sin saber cómo en una reválida que debió parecerle una afrenta gravísima. Me despedí de la profesora, regalé una sonrisa al resto del tendido y enfilé la puerta de chiqueros con la cabeza altísima hasta detenerme a la altura del pupitre sobre el que Ulla redactaba sin freno, como un viejo escriba adicto a las anfetaminas.

-"Esto no me lo esperaba de ti, Vicente; parece mentira", le espeté con toda mi desvergüenza de entonces.

Corneó a un lado y a otro, como un toro manso acorralado en las tablas, y al levantar la cabeza me lanzó una de esas miradas que no se olvidan jamás por malintencionadas y asesinas. Tanto fue así que, todavía a día de hoy, cada vez que mi madre se empeña en reconducir mi vida mediante algún sortilegio que me proteja frente al mal de ojo –esto sucede cada pocos meses- me acuerdo de los suyos inyectados en sangre y se me eriza hasta el último pelo del cuerpo mientras me persigno y me repito lo mala que es la envidia.

En mi caso puedo contarlo sin mayor temor porque mi vida navega por el lodo y del futuro no cabe esperar ni grandes desafíos ni mayores responsabilidades pero, en el de la todavía presidenta de la Comunidad de Madrid, la cosa cambia. Como cargo público y representante del pueblo madrileño debería dar explicaciones no solo concisas –las mías no pueden serlo más– sino convincentes. A la hora en que redacto esta pequeña confesión, todavía no tenemos más argumentos a su favor que la palabra empeñada de unos cuantos miembros de la Universidad Juan Carlos I que, aseguran, la señora Cifuentes se hizo acreedora al título del que presume por las vías reglamentarias. En las horas transcurridas desde que saltó la noticia, por otro lado, ha tenido tiempo más que suficiente para sostener su verdad con apenas mostrar una prueba tan sencilla como su TFM (trabajo de fin de máster) pero, hasta el momento, se ha limitado a compartir un pequeño vídeo en las redes sociales para mostrar un profundo malestar frente a lo que considera patrañas y viles insinuaciones. La opinión pública se agita y el país entero se muerde las uñas a la espera de una resolución definitiva mientras que yo, buen conocedor de estos infiernos y otros peores, no puedo más que solidarizarme con la presidenta Cifuentes y compartir su inquietud ante el que debe ser, a esta hora del jueves, su principal fuente de desvelos: a ver cómo demonios lo explica en casa.

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