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God Save The King

James Rhodes. ALEJANDRO GARCÍA (EFE)
photo_camera James Rhodes. ALEJANDRO GARCÍA

MANUEL QUIROGA fue Mick Jagger mucho antes de que el mundo pudiera comprender el alcance de esta afirmación. Ser una estrella de rock no implica cantarle al diablo ni lucir leotardos en los conciertos, de ahí que nadie dude del carácter celestial de un violinista que conquistó Norteamérica sin apenas proponérselo. Así han inscrito su nombre en la historia los grandes hombres y mujeres de este país, un sitio distinto en el que nada es del todo cierto ni del todo mentira, abonado a la incertidumbre: de no haber interferido Eduardo Pondal y el orden natural de las cosas, el himno de Galicia bien podría haber sido una canción de Jarabe de Palo.

Así las cosas, a nadie debería extrañar que el galleguismo más combativo de nuestros días esté representado por un pianista inglés de blancos cabellos, muy activo en las redes sociales: James Rhodes. "Es un mero imitador de Xosé Manuel Beiras", protestarán los nostálgicos de aquel nacionalismo incipiente y desacomplejado, alérgico al contacto directo con la militancia pero con un gusto exquisito para las bufandas y los trajes de lino: a dios lo que es de dios y a Beiras lo que es de Beiras. Entre quedarse en casa tocando el piano o mezclarse con el pueblo llano, a la caza de un puñado de votos, optaba el fetiche compostelano siempre por lo primero, convencido de que la independencia se alcanzaba gracias a la armonía y no tanto saliendo a votar.

A Rhodes lo pudimos ver este sábadopor Pontevedra en compañía de Miguel A. Fernández Lores, que lleva gobernando la ciudad desde la muerte de Johann Sebastian Bach (año arriba, año abajo). Y no fue un encuentro cualquiera, por mucho que algunos se empeñen en reducirlo al carácter anecdótico de un simple paseo. Desde lo de María Pita y el hermano de Sir Francis Drake, al que nuestra heroína atravesó el pecho con una lanza en 1589 –unos dicen que por pinturero, otros que por casualidad-, no se recordaba un acercamiento tan trascendental entre el pueblo gallego y el inglés. El modelo de ciudad necesita ser contado al mundo más allá de los elogios de The Guardian o El País, y nadie mejor que el pianista de moda para plantarse en Madrid y explicarle, a esa buena gente, que en el sur de Galicia se erige una ciudad en la que sus calles pertenecen a los niños y las aceras a la Rafaneta.

Me reconozco tan intrigado con la relación establecida entre Rhodes y Galicia que ayer mismo llamé por teléfono al actor Tamar Novas, buen amigo suyo y conocido mío, dicho sea desde una óptica muy optimista. Como era de esperar, no me cogió el teléfono, así que me he lanzado a elucubrar el porqué de semejante romance. Sabemos que Rhodes adora nuestra empanada y que una tarde, paseando por Vigo, contó tantas sonrisas en las caras de la gente que empezó a mirar al cielo, esperando ver aparecer a Peter Pan. Sabemos, también, que es amigo de Tamar, como ya hemos dicho, lo que tampoco es garantía de nada pero en algo influirá, quién sabe si para bien o para mal. Y sabemos, claro, que vive en la capital de España, una ciudad que se pasa el día mirando a Galicia como si no tuvieran otra cosa mejor que hacer: hasta ahí, nada relevante.

Por eso me atrevo a decir que el noviazgo de moda surge de la propia musicalidad de nuestro acento, una melodía que por fuerza se le tiene que clavar en el hipotálamo a un concertista de piano a poco que le digan "riquiño" al oído. Esto ya lo descubrió Quiroga en sus giras por Estados Unidos, cuando el imperialismo gallego se centró en el otro lado del océano sin reparar en que, el verdadero poder anglosajón, seguía residiendo en la Pérfida Albión. "God Save the King", gritaron unos niños a su paso mientras Lores, siempre atento a la diplomacia, lo tranquilizaba asegurándole que él, hoy por hoy, ya no está para esos trotes.

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