Blog | Permanezcan borrachos

Háblame de tu otro yo

                                                     El hombre se refería con tanta pasión a un marido que ella no había tenido, que incluso experimentó cierta nostalgia hacia él

YO ESTABA en el café Gijón por estar, leyendo un libro de Juan Gelman, o haciendo que lo leía, porque cada vez que se abría la puerta del local, y se abría todo el tiempo, levantaba la cabeza para ver quién entraba. No era sencillo concentrarse. Me dieron ganas de gritar "aquí no hay quien lea". Ni que aquello fuese un bar, pensé. Cuando me serené, y cerré el libro, me fijé que en otra de las mesas había una señora con la cara de Emma Cohen, y quizá su nombre, pero que no era ella. Lo deduje cuando se dirigió a uno de los camareros con acento argentino. Eso sí, se trataba de una copia relativamente perfecta de Emma Cohen. También estaba leyendo, o haciendo que leía, pues el libro, aunque abierto, descansaba en la mesa boca abajo, como un niño enfadado.

En un momento de la mañana, un hombre sentado en una tercera mesa, que hasta entonces había estado escribiendo sobre unas cartulinas rojas, se levantó y se acercó a la mujer. "Me permite molestarla un minuto?". Ella asintió con una mezcla de curiosidad y pereza. El hombre, que tendría unos 65 años y vestía una camisa con los puños deshilachados, le confesó que había estado observándola en secreto. "No iba a decirle nada, pero soy un admirador tan entusiasta de su marido, que levantarme y decírselo me ha parecido el mejor homenaje que podía hacerle. Fue el mejor actor de este país". Y empezó a citar algunas películas. Se refería a Fernando Fernán Gómez, muerto hacía algunos años, y confundía a aquella mujer con su viuda, Emma Cohen. Para mi sorpresa, ella no lo sacó de su engaño. No comprendía nada, pero el señor hablaba con tanta pasión de un marido que la mujer no había tenido, que incluso experimentó nostalgia hacia él. Fiel a su promesa, el hombre se retiró después de un minuto y recuperó la escritura. Mi mirada se cruzó con la de la mujer, que se encogió de hombros y me sonrió.

Intentaba leer a Gelman, pero cada vez que se abría la puerta levantaba la cabeza

A veces uno tiene que hacer como si fuese otro. A una amiga le pasó hace algunos años algo todavía más intrigante. Viajaba en metro cuando alguien le tocó un brazo. Se volvió y un hombre más o menos de su edad, treintañero, le dijo "hola" con entusiasmo y le dio dos besos. Ella respondió con otro "hola" que sonó a pregunta. "Cuánto tiempo sin vernos, ¿qué es de tu vida?". Mi amiga sonreía a medias, igual que un muñeco de madera de pino. Sin duda él parecía conocerla; ella a él, de nada. "Ya ves, como siempre. ¿Y tú qué te cuentas?", dijo, para ganar tiempo. Él adivinó su desconcierto, y le preguntó si sabía quién era. "Por favor", replicó ella casi en el papel de ofendida, "cómo no voy a saberlo", y él se quedó tranquilo. "¿Recuerdas la última vez que nos vimos?", preguntó a continuación. "No estoy segura". No deseaba meter la pata. Su frustración iba en aumento. Quién demonios sería aquel tipo. "Yo lo recuerdo porque mi mujer acababa de dar a luz hacía una semana".

«Ahhh, claro», mi amiga asintió con rotundidad. Él parecía impaciente porque ella aclarase aquel «ahhh».«En efecto, tú acababas de ser padre, y yo estaba recién operada», improvisó, para dar realismo a la ficción. «¿Estabas operada?». Ahora era el hombre quien no conseguía recordar. «¿Operada de qué, perdona?» Ella hizo como que no oía, mientras pensaba de qué podía estar operada en aquellas fechas inexistentes. Descartó traumas óseos y cánceres. «De una variz, nada grave», señaló al fin, restando importancia a su paso falso por el quirófano. Sonó convincente. Tanto, que se dejó llevar: «¿Y qué tal tus padres?». Nada nuevo, pareció querer insinuar el hombre con su silencio inicial, que de repente rompió para asegurar que la madre se encontraba bien y el padre no tanto; estaba muerto. «¡Pero si estuviste en el entierro!», le reprochó con cariño. Mi amiga se sonrojó. Era cierto; sí, había estado. «No hablemos de cosas tristes, y cuéntame qué tal tu hijo». Ahí ella explotó, cansada de gilipolleces. «¿Hijo? No sé de qué me hablas. Yo no tengo ningún hijo». Ahora el desconcertado era él. «¿Pero tú no eres Teresa?». No. No lo era. Mi amiga se llama Rosa.

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