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La infancia, Anthony Quinn y la mona de las Palmeras

Una niña juega con un muñeco de nieve al que le han colocado una mascarilla. BRAIS LORENZO
photo_camera Una niña juega con un muñeco de nieve al que le han colocado una mascarilla. BRAIS LORENZO

TENDEMOS A OLVIDAR poco a poco todo aquello que nos pareció desagradable o que nos avergüenza. Seguro que hay numerosos psicólogos que han escrito ensayos sobre este asunto, que hay mucho psicólogo por ahí desentrañando rollos. Cuando mi infancia, en Pontevedra teníamos a una mona encerrada en una jaula. La jaula era cilíndrica y no mucho más grande que la mona. Siempre que sale el tema de la mona de Las Palmeras todo el mundo la recuerda con cariño, lo que me resulta chocante. Echarle nostalgia a una mona enjaulada ya es en sí mismo una crueldad, pero más cuando muchos que la echan de menos se liaban a balonazos con la jaula para poner histérico al animal, o le escupían al pasar junto a ella. Y hoy son en su mayoría buena gente, quizá porque olvidaron aquellas conductas y dejaron de practicarlas.

Decía Anthony Quinn en una entrevista que tenía buenos recuerdos de su infancia. Nació en una chabola en Oaxaca junto a un vertedero. Su comida y sus juguetes eran la basura de los demás. Decía que al principio era feliz porque pensaba que todos los niños del mundo eran igual de pobres y no se sentía inferior a nadie. Una vez que fue creciendo y supo que había diferencias de clase, se puso a trabajar como una mula hasta hacerse millonario y esos años de sacrificios en los que tuvo que hacer de todo para mantener a sus hermanos y a su madre viuda también los recordaba con extremo cariño. Supongo que olvidaría todo lo malo para quedarse con cuatro buenos recuerdos, los justos para no vivir atormentado hasta la muerte.

Me pregunto cómo recordarán los niños de hoy este año que termina y el que viene. Y puede que un par de ellos más. Cómo recordará el hijo de un taxista o de un hostelero estos años de pandemia, de mascarillas y confinamientos, de dificultades para llenar la nevera. Y tantos otros niños que dependen de los comedores sociales para alimentarse; que ven a sus madres llorando de impotencia porque no tienen ni para comprar cuatro patatas. El otro día llamó a la puerta de casa una mujer joven y le dijo a mi señora que era madre soltera y que no tenía para el desayuno de su hijo a la mañana siguiente. Ella le dio lo que pudo y se despidieron, las dos con lágrimas en los ojos.

Espero que ese niño olvide cuanto antes estos tiempos. Que el día de mañana recuerde una infancia feliz, como Anthony Quinn, aunque sean memorias falsas elaboradas por un instinto de autodefensa. Nada hay en esta vida más dramático que ver sufrir a un niño o a una niña, porque nunca tienen la culpa de nada. Las pocas veces que salgo a la calle me duele ver a toda esa infancia con mascarilla. Llevan el peso de la desgracia como sus padres, pero muchos no tienen la edad para comprender el porqué: por qué este año los Reyes serán cicateros, por qué no pueden abrazar a sus abuelos, por qué no pueden acercarse a sus amigos, por qué no pueden ir con sus padres a una cafetería, por qué tienen que vivir la vida tras una mascarilla.

También me da pena la gente que recuerda cosas que no ha vivido: la Guerra Civil y la posterior hambruna, la II Guerra Mundial, la Guerra Fría, la Crisis de los Misiles. Son excusas para justificar que cualquier desgracia es pasajera y olvidadiza pero hay que consignarla cada día. Pues no. Puede serlo para un historiador o para un friki del pasado, pero quien sufre una desgracia en primera persona, quien la vive a diario no se consuela pensando que hubo tiempos peores. Claro que los hubo, faltaría más, pero eso no explica ni justifica que la infancia de hoy tenga que sufrir tanto o más o menos que sus ancestros.

Los niños de hoy, entiéndaseme bien, por favor, son un poco como la mona de Las Palmeras o como sus agresores. Están encerrados en una jaula vital, o en una vida brutal, que viene a ser la misma cosa. No saben por qué ni para qué; no entienden lo que ocurre pero saben que algo no anda bien. Son niños o niñas encerradas en una jaula y agredidos por unas personas que tampoco saben por qué se meten con el enjaulado. Unos y otras son víctimas de un tiempo y de unas circunstancias que no han provocado. Espero que el tiempo y la memoria hagan su trabajo y lo borren todo hasta convertirlo en una infancia feliz y productiva rellenada con tres o cuatro recuerdos felices que perduren y pasen de una a otra generación.

No hay mejor manera de recordar con cariño a un ser enjaulado, maltratado, obligado a vivir una vida miserable, llámese Anthony Quinn, llámese la mona de Las palmeras, llámese su nieto.

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