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Justicia de autor

TAMBIÉN ES CASUALIDAD que haya tenido que ser en Lugo. O mala virgen, o consecuencia lógica, o justicia poética, o vaya usted a saber. La cosa es que en Lugo, este pequeño castro en el que todos se conocen, en el que las personas tienen nombre y dos apellidos, como los árbitros de fútbol, y los secretos se escriben en las paredes, a los anónimos les da por florecer con el alarde de claveles reventones y tiran de las investigaciones con la fuerza de dos tetas o de dos carretas, según se mire. 

Y eso que la distribución de anónimos ha tenido tiempos de más alegrías. Debe de pasar como con otros géneros literarios hermanos, como con la novela negra o los libros de autoayuda, que van a tirones, por modas. Hubo días en esta provincia, con el aquelarre de los primeros macrosumarios, que se vendían más anónimos que periódicos. Quien no tenía uno dedicado a sus negocios, sus amantes o sus políticos, rulando de mano en mano con la discreción de un elefante en un desfile de ratas, no era nadie en la ciudad, ni pinchaba ni cortaba.

Hubo días en esta provincia, con el aquelarre de los primeros macrosumarios, que se vendían más anónimos que periódicos

De entonces guardo yo una carpeta llena. Llegaban muchos al periódico, siempre en sus sobres blancos con la dirección en mayúsculas o directamente impresa en papel adhesivo, sin remitente. La mayoría no aportaban nada nuevo, nada que no se supiera desde hacía tiempo con diferentes grados de certeza, desde cero hasta "¡¡¡manda cojones!!!". Desde luego, poca cosa publicable y, si me apuran, ni censurable más allá del juicio moral que le mereciera al desconocido autor, que suele actuar, como bien se puede suponer, en beneficio de la sociedad y no por ningún vergonzante interés personal. 

Algunos venían hasta encabezados con frases tipo "Para las juezas y para el periodista...", con lo que al menos te eran útiles para cuando se produjera el lanzamiento al mercado de la distribución editorial en masa: invariablemente, semanas o meses después, los juzgados correspondientes ordenaban actuaciones que se intuían basadas en aquellos anónimos, unas dándolos por ciertos y otras para por si acaso, y entonces podías abrir tu carpeta de grandes éxitos y hacer un titular. Y es que por aquí se ha hecho mucha justicia de autor, aunque sea autor desconocido. 

Ahora parece que el género epistolar con postdata a mala leche vive un nuevo renacer, con la diferencia de que ahora, ya adulto el modelo y con autores en plena madurez creativa, los anónimos llegan afilados como cuchillas, te cercenan los dedos a poco que te descuides al abrirlos. Se sacan a relucir en los juzgados como si fueran navajas en una pelea callejera, de tal manera que se hace difícil distinguir al investigador del investigado, al defensor del defendido. Para esto se debieron de inventar las togas, es un suponer, para saber a quién se puede y a quién no se puede dar la espalda en mitad de la reyerta. 

Para eso se debieron de inventar las togas, para saber a quién se puede y a quién no se puede dar la espalda en la reyerta

Era visto que iba a pasar, mucho ha tardado. Es lo que tienen los anónimos, que no son de nadie ni a nadie se deben, y hoy te quitan lo que ayer te daban. José Ramón Gómez Besteiro debe buena parte de su desgracia personal a un escrito de autoría desconocida y de apariencia bien documentada, que se sumó al caso Garañón cuatro años después de que este asunto comenzase su surrealista aventura por los juzgados de instrucción. Era el escrito que ponía negro sobre blanco una serie de rumores nunca comprobados que llevaban años escurriéndose por las rendijas de los mentideros locales, un texto de autor diestro en el argumento a medio cocer y la sospecha a medio aclarar que ayudó a la jueza Pilar de Lara a cimentar la imputación. El desnudo integral económico, en expresión del propio Besteiro, que le hicieron los investigadores encuentra sus fundamentos en aquel anónimo, que no era el primero ni, ahora lo sabemos, el último. 

El último ha sido el que hace unos días llegó al despacho del abogado de Besteiro en Madrid. Nadie puede extrañarse, como van, vienen. Como muchos de los que he leído en estos años, tampoco aportaba especial novedad ni cumplía otro fin que reunir, también con cierta destreza, rumores desperdigados. Algunos de ellos, ni siquiera eso, sino auténticas evidencias constatables sin esfuerzo. Insisto en lo sorprendente de que esta ciudad de compadres y comadres necesite el refugio del anonimato para mirar la realidad. 

Sea como sea, el caso es que negro sobre blanco, con la fórmula básica de mezclar medias mentiras con verdades como puños y agitar, el resultado bien alcanza para que Besteiro pueda acabar de cimentar su recusación contra Pilar de Lara. Cuando uno se mete en una pelea a navajazos, nunca sabe quién porta el anónimo más afilado. En cualquier caso, las normas han de ser para todos igual, y lo que vale para uno ha de valer para otra. Ya decidirán los jueces de la Audiencia, que para eso están. 

El problema es que esta pelea con nombres y apellidos nos está pillando a los demás ya con el estupor por las nubes y la confianza por los suelos. Cuando muchos ciudadanos han depositado en la Justicia, seguramente más por hartazgo que por análisis, sus pocas esperanzas de victoria en la guerra contra la corrupción, es descorazonador comprobar con qué facilidad se puede desmoronar la credibilidad de un sistema más preocupado de los egos propios, ajenos y anónimos que de la eficacia. 

Yo creo que era mucho mejor para todos, y sobre todo para el sistema, cuando la Justicia tampoco tenía nombres ni apellidos, cuando también era anónima y, sobre todo, ciega.

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