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La columna vacía

CUANDO A UNO no se le ocurre nada que escribir, lo mejor es ponerse a escribir rápido, empezando por ahí. Hay columnas, o novelas, u obras de teatro, que brotan porque el autor no tiene nada que decir pero -se dice a sí mismo- de algo hay que escribir. Son esos días que el estilo se vuelve impalpable y voladizo, sin nada debajo, y una columna hueca puede adquirir aspecto de columna llena. El modo de hacerlo es empezar a toda costa, desesperadamente, o al menos empezar a empezar, aunque sea con las manos vacías. Es agradable que cuando el redactor jefe te llama -a las once de la noche, cuando estás cenando en pijama y zapatillas viejas a cuadros- para preguntarte de qué va la columna, que está leyendo sin entender nada, tú respondas airado: ''¡Y a mí qué me cuentas, yo solo me limito a escribirla!''.

En cierta ocasión, Rodolfo Fogwill paseaba por Buenos Aires y se encontró en la calle con Sergio Bizzio. Éste le confesó, casi avergonzado, que estaba escribiendo su tercera novela, titulada ‘Más allá del bien y lentamente’. Fogwill, fascinado por el título, le preguntó de qué trataba, y Bizzio agachó la mirada, como si acabase de descubrir que tenía los zapatos desatados. Después de un par de segundos, que no transcurrieron hasta que masticó del todo el tiempo, y lo tragó, respondió que en realidad no sabía de qué trataba, pues aún no había salido del primero párrafo. Pero de momento, añadió, el título era definitivo.

Algunos días -no muchos, para no abusar- conviene que el autor no sepa del todo qué está haciendo mientras lo hace. Digamos que es la clase de ignorancia que uno se puede permitir en septiembre

Algunos días -no muchos, para no abusar- conviene que el autor no sepa del todo qué está haciendo mientras lo hace. Digamos que es la clase de ignorancia que uno se puede permitir en septiembre, cuando todos parecemos traumatizados por alguna clase de estupidez típica del verano. No deja de ser conveniente que los comienzos despierten dudas, y que la gente crea que estás acabado; que ya nunca escribirás como en el pasado; que ya diste lo mejor de ti mismo, y que probablemente, un día de estos, simplemente aparecerás flotando boca abajo en tu piscina, muertísimo, como colofón a una bella y breve carrera. Tal vez en la siguiente columna, con suerte, aún puedas resucitar. La muerte siempre infunde ese tipo de esperanzas, la de que, en el fondo, solo estás haciéndote el muerto. Existen profesiones en las que te es dada una segunda oportunidad.

En cambio, si arrancas demasiado bien -digamos que con una columna llena y perfecta- te sitúas ya justo encima de un abismo al que, si no estás a la altura en todos tus artículos futuros, puedes caer en cualquier momento. La historia está llena de carreras que empezaron bien, que prometían, y que no resistieron la atracción precisamente del abismo, al que ni siquiera esperaron a caer despacio, como una pluma muerta, y se arrojaron de cabeza, por propia voluntad. Es muy peligroso hacerlo bien desde el principio. Si puedes, disimula, aunque no tanto que lo hagas mal. Julio Camba sostenía que el público no debe darse cuenta nunca de que un autor escribe bien. Su estilo sería tan bueno, que se ocultaría, mientras el lector no pararía de preguntarse por qué demonios sigue leyendo a su columnista favorito, si no parece que escriba bien.


*Se mantiene el idioma original del artículo, publicado el sábado, 05 de septiembre, en la edición impresa.

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