La desgarradura de Alejandra Pizarnik

Es una referencia clave en la poesía del siglo XX y está vinculada, por su trayectoria existencial, a los poetas malditos franceses
Alejandra Pizarnik
photo_camera Alejandra Pizarnik

CON UN JERSEY dos tallas más grande para su físico menudo, ocultando toda forma, toda silueta, y unos pantalones anchos, debajo de una enorme trenca azul, tipo marinera, camina una figura que, a lo lejos, pudiera parecer un muchacho adolescente atravesando ese difícil umbral de acné y gordura, definitorio, al menos durante un tiempo, de la personalidad. Entra a los pocos segundos en un café frecuentado por intelectuales y artistas del Buenos Aires de entonces, representantes y estudiosos de las vanguardias poéticas y pictóricas, espacio frenético, ruidoso y vivo, lugar donde siempre nace algo. En la mesa del fondo se está debatiendo con ardor acerca del lenguaje. La última frase es pronunciada con aire declamatorio. Inmediatamente, una voz profunda, extraña, con un recorrido sonoro único e inclasificable, le da la réplica a ese verso de Rimbaud. Todos irrumpen en una carcajada. Alejandra Pizarnik , mientras se deshace de su abrigo con un gesto afectado, se ríe también de su propia ocurrencia y se sienta.

"Era agudísima en sus juicios. Tenía un humor increíble, negro, judío, delirante. Tampoco había conocido a nadie capaz de hacer lo que ella hacía con el castellano: la sonoridad que le encontró a la lengua es única. Yo creo que Alejandra es la Rimbaud del español: llevó el lenguaje a lugares donde nadie más llego." Son palabras de Ivonne Bordelois, lingüista y escritora argentina, amiga de Pizarnik.
Veladas así o semejantes, tenían lugar a mediados de los años cincuenta del pasado siglo, en conocidos locales de la capital argentina. Alejandra se había matriculado en las facultades de Letras y de Periodismo porque quería aprender, quería saber, tenía una necesidad imperiosa de seguir un método y poner orden en un universo interior, tan lleno de angustia que apenas cabía nada más. Desde los 16 años escribía obsesivamente un diario y comenzaba a darle forma a un incipiente estilo poético. Trataba desesperadamente de entenderse con el ejercicio de la escritura.

Lo que en miles de adolescentes era y seguirá siendo un medio para el desahogo de la confusión con fecha de caducidad, para Alejandra, desde muy pronto, se convirtió en un modo de vida

Más tarde, en la edad adulta, la imbricación entre su propio yo y la escritura llegaría a ser absoluta. "Hablaba desde el otro lado del lenguaje", dice Ivonne Bordelois. Eso quiere decir que tenía una casa propia que nadie pisó, donde nadie, jamás, entró. "Abandono de todo plan literario. Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran". (Diarios; Lumen, 2013). Sin embargo esa angustia ya temprana no suele mostrarla en público. Rodeada de gente, actúa, finge, seduce y fascina. Le gusta provocar y su extravagancia se convierte en un refugio momentáneo. Tras esa máscara, habitará una Pizarnik consciente de su talento arrebatado, que buscará hasta no poder más, ni seguir buscando ni seguir viviendo. "Estoy con pavura./ hame sobrevenido lo que más temía. /no estoy en dificultad: estoy en no poder más./ No abandoné el vacío y el desierto./ vivo en peligro./ tu canto no me ayuda./ cada vez más tenazas,/más miedos, /más sombras negras."/.

Hija de emigrantes rusos de origen judío, los padres de Alejandra Pizarnik eligieron Argentina como lugar de residencia, tras los movimientos políticos, de fronteras y de personas que anunciaban un drama mayor a punto de asolar Europa. Años más tarde, prácticamente toda su familia desaparecería arrasada por el Holocausto nazi. Solos, en Buenos Aires, iniciaron una vida de lucha continuada por salir adelante. Alejandra, de primer nombre Flora, nace en 1936 y asistirá durante la infancia a la eliminación de su pasado. Ese desarraigo se mantiene en ella tanto como en su poesía, señalando una fractura a la que vuelve, una y otra vez: "Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, golfo, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen. Con los labios expresamente dibujados para exhalar quejas. Con la frente estrujada por todas las dudas. Con la malicia instintiva de la prohibición. Heredé el paso vacilante con objeto de no estatizarme nunca con firmeza en lugar alguno. ¡En todo y en nada! ¡En nada y en todo!". (Diarios; Lumen, 2002)
De su niñez se sabe poco, apenas una historia fragmentada que estalla en algún grito poético o en alguna rebelión interior que expresa en su cuaderno.


La infancia es un tema recurrente en la poesía de Pizarnik, la que perdió, con violencia, por algún motivo, o la que nunca tuvo, como en varias ocasiones afirma en sus diarios


De siempre supo que quería ser escritora, y, así, de pronto, comenzó a saberse la persona que está fuera de. Leía mucho y analizaba mucho lo que leía; sus libros, actualmente conservados en la Universidad de Princeton junto con toda su obra, están repletos de anotaciones y subrayados. Sentía una necesidad absoluta de aprenderlo todo para lograr una poesía plena, sin fisuras, porque creía que sólo así podría salvarse. Había en ella un desdoblamiento dañino que es constante también en su temática: "alejandra alejandra / debajo estoy yo/ alejandra". Ese combate que mantuvo con el lenguaje fue, sin piedad, un combate a muerte. 

Su intención de completar sus estudios universitarios acabó fracasando y, a menudo, se lanzaba a desesperadas tentativas de integrarse en la normalidad de la existencia, en un querer ser como los otros para frenar el dolor. Pero no podía. Los encuentros con los demás eran una imagen desvirtuada de su vida dentro de su vida, de su vida dentro de la poesía. La más graciosa, la más delirante, siempre fue la más terriblemente atormentada, la más sola. Se creía fea y tenía problemas de peso y un cutis algo estropeado por el acné. Era tímida y poseía una dicción particular "como arrastrando las palabras", dice Bordelois. Ella alude repetidamente a su tartamudez en sus diarios, a su imposibilidad de comunicarse. Jugaba, quizá buscando desinhibirse, a las excentricidades, jugaba a confundir, para dejar a un lado, por unas horas, su ser confuso. Y por otro lado, se sabía poeta excepcional y se creaba una imagen.


Es atrevido hablar de felicidad en Alejandra Pizarnik


Durante ese complicado laberinto que era su vida fue haciéndose un nombre, fue labrándose una trayectoria como poeta de gran talento a partir de 1955, fecha en la que publicó su primer libro, La tierra más ajena, firmado con el nombre de Flora Pizarnik —más tarde renegaría del libro y del primer nombre— hasta su último poemario, El infierno musica, junto con un texto en prosa, La condesa sangrienta, ambos editados en 1971, que ya dan la medida de su alejamiento de este mundo, de su decisión, cada vez más incontenible, de morir. "Simplemente no soy de este mundo… Yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva… No puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie… ¿Qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un saber volver. No lo querré acaso".

Lo que halló en el París de la década de los sesenta, un hervidero de intelectualidad y arte, del que participó y en el que se integró —o, al menos, con el que no se desintegró—, a pesar de todo, pudo haberla hecho feliz. Fue allí donde se definió su poesía, donde encontró algo que, de regreso a Buenos Aires, perdería para siempre. De sus cartas de esa época no se deduce, sin embargo, ningún tipo de bienestar. Se aprecia, eso sí, un imponente deseo de trascender con el poema, de fundirse con sus propios versos y también un intento terrible de rescatarse, de renombrarse.

No lo consiguió. Tras varios intentos de suicidio y varios internamientos en un psiquiátrico, un 25 de septiembre de 1972, ponía fin a su vida con cincuenta pastillas de seconal. "Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En ese sentido, el quehacer poético implicaría exorcisar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos".

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