El cabaret de la vida

Hace cincuenta años se estrenó ‘Cabaret, el musical’, en un Broadway que se rindió a sus pies y que marcaría el camino hacia el éxito de la posterior versión cinematográfica. Basada en la obra de Christopher Isherwood, ‘Adiós a Berlín’, ‘Cabaret’ muestra lo oculto y presagia el drama futuro de la Alemania nazi.
Cabaret
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ES EL HUMO el que define el ambiente en una metáfora perfecta. Los claroscuros recortan las siluetas de un público entusiasmado. Se diría que, tal y como se muestra, entregado absolutamente al espectáculo, es el auditorio ideal. Al mismo tiempo, parece que la confusión, la extrañeza, aguarda, agazapada en alguna esquina, tras portentosas cortinas de terciopelo rojo, y que en determinado momento, sin saber porqué, cobra vida y se despliega por entre las mesas, las sillas, los cuerpos y los rostros atildados de los espectadores. Algo en sus ojos dice que la turbación no se origina fuera, sino en su propio interior. Son mentes dispuestas a olvidar y corazones encogidos por algo que sobreviene, innombrable aún. 


La República de Weimar aúlla en su agonía de degradación e incapacidad políticas. Lo que ruge es tanto lo que se asoma como lo que se muere. Muy pocos están dispuestos a confesar que lo que está ocurriendo nace del centro mismo de una Alemania descompuesta, que ve en Hitler el redentor de una patria agraviada. Hay una vergüenza que, de día, viaja en los bolsillos de los alemanes, se viste con sus ropas y pone el peso en sus zapatos. Esa dificultad en el andar, esa mirada baja, explosionan, sin embargo, en lugares naturalmente incómodos a la luz. En lo oscuro se desinhiben los cuerpos y las palabras, y todo lo socialmente reprobable —que más tarde será legalmente prohibido— tiene ahí su lugar. Lo que palpita en esos espacios es una verdad que en pocos años se silenciará con un golpe mortal de cruz gamada.

Entre bastidores, alguien cose con precipitación a la solapa de un abrigo, otra cruz. De fieltro amarillo brillante y de seis puntas. Es para el próximo número, una sátira musical demoledora y profética. La orquesta acelera el ritmo y se prepara para dar la entrada al maestro de ceremonias. Willkommen, bienvenue, welcome. Esto, meine Damen und Herren, es el cabaret.

Los años veinte del pasado siglo en Alemania eran de especial atractivo para seres aventureros, desubicados, comprometidos, soñadores, diferentes, libres. Frente a la rigidez británica se abría un mundo, a la vez, intelectual y alocado, en el que estaba permitido dar rienda suelta a cualquier nudo corredizo que atenazaba con asfixiar a todo el que lo llevara consigo. Isherwood, de nombre, Christopher, era uno de esos seres. En 1929, un año después de haber publicado su primer libro, viajó a Berlín, donde lo estaba esperando su amigo poeta, W.H. Auden, que también había decidido dejar entrar aire nuevo en el "ambiente Oxford" que hasta entonces había respirado. Isherwood escribió lo que vivió y a finales de los treinta publicaría una serie de relatos compilados bajo el título Adiós a Berlín.

Había en Berlín el cabaret y había el kabarett político. En ambos se colgaban a la entrada, junto con los abrigos, los tabúes y los remilgos. La verdad se abría paso nada más cruzar el umbral, aunque era una verdad disfrazada, satírica, juguetona, hedonista. Los primeros trataban de convertir la sexualidad en una máquina mordaz, cuyo engranaje accionaban sus protagonistas, travestidos y desafiantes. Los segundos incorporaban la crítica política a ese ambiente de jocosa transgresión. El burlesque y lo grotesco se combinaban con un fino sentido irónico y un agudo olfato para vaticinar horrores demasiado próximos.

En 1931, Hinderburg recibe a Hitler por primera vez. Es el año en que abre sus puertas el más famoso cabaret de la ficción, el Kit Kat Club, una simbiosis de las dos tipologías de cabarets alemanes, de una elegancia sórdida y de una desfachatez provocadora. Bob Fosse transforma a la Sally Bowles de Isherwood en una americana de voz deslumbrante (Liza Minnelli) —alejada del personaje literario—, pero conserva y magnifica las dos atmósferas que conviven en la historia: la del club nocturno y la del incipiente nazismo. Su dirección rompe con las estructuras del clásico americano e integra el musical en la narrativa, haciendo que surja un subgénero dentro del género: el drama musical, como el mismo director denominó a la película, o el musical político, como se definiría más tarde. Todo éxito cinematográfico de un musical viene siempre precedido por la gloria teatral. En 1966, se estrena en Broadway, Cabaret, el musical, basado en la obra teatral de John van Druten, Soy una cámara, que, a su vez, era una adaptación del Adiós a Berlín, de Isherwood.

Christopher Isherwood sale del teatro con una sensación extraña. Acaba de ver La ópera de los tres céntimos, escrita por Bertolt Brecht y musicalizada por Kurt Weill. Se avivan en él los contrastes existenciales —de la libertad a la esclavitud no hay tanta distancia— al tiempo que, paso a paso, se va definiendo su estilo literario. La primera persona responde a su necesidad de transmitir lo cotidiano, tanto lo que está a la vista, como lo que no. "Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y de la de la mujer en kimono, lavándose la cabeza. Habría que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel", escribe.

En 1933, Hitler es nombrado canciller. En el Kit Kat Club algo ha cambiado. El público ya no es aquel que era cómplice de la sátira desinhibida, aquel que acudía a hermanarse con el libre albedrío. En 1933, las mesas del cabaret están ocupadas por arios con la esvástica adornando el brazo de su reluciente uniforme. La última escena del film marca el inicio de lo tenebroso con un flashback a tiempo lento de lo que fue y jamás volverá a ser. Cierran los cabarets reales, Eldorado, en el que se inspiró el Kit Kat para la película, y el resto de clubes berlineses donde la vulneración de la norma moral y social y política era su razón de ser. Se reconvierten los teatros en los que antes se representaron obras que, a partir de ese momento, serán consideradas degeneradas, subversivas, repugnantes. Autores, músicos, artistas, intelectuales, intentan salir del país. Muchos, la mayoría, son judíos.
Noche fría y desapacible en Munich, años treinta. Entre bastidores, alguien cose una cruz gamada negra en un fieltro rojo con un círculo blanco. Después, con sumo cuidado, lo anuda en la manga de un uniforme. La actriz principal, Erika Mann, sale apresuradamente de escena en medio de un aplauso atronador y se enfunda la camisa parda y unas botas de caña alta. Está a punto de hacer una parodia de un alto mando de las S.A. Como todas las noches, se dispone a denunciar, de este modo y en su propio kabarett, llamado El Molinillo de Pimienta, los desmanes de la organización paramilitar del partido nacionalsocialista, augurando un futuro desolador. Todos ríen. Ella no. Ella tiene un nudo en la garganta. Piensa en Klaus y en sus artículos. Días más tarde, cierran el club. Hay que irse. Ya se han ido otros. Brecht, Weill, Tucholsky, enumera. Los escenarios alemanes se han quedado huérfanos.

Isherwood y Auden viajan y escriben durante esos años. La historia quiere que Erika Mann y W.H. Auden firmen un matrimonio de conveniencia para que ella obtenga la nacionalidad británica y que, al final, todos acaben viviendo en Nueva York. En 1939, Isherwood publica Adiós a Berlín basándose en sus propias vivencias durante su estancia en la capital alemana. A partir de ahí, la obra vuela sola.

Cabaret, el musical, se estrenó hace cincuenta años en Broadway con un rotundo éxito, una permanencia en cartel de tres años y ocho premios Tony. En 1972, Bob Fosse se aventura con un enfoque distinto, eliminando personajes e historias presentes en la obra teatral y mostrando una protagonista que será, para generaciones, la única e inigualable Sally Bowles. John Kander y Fred Ebb, músico y letrista de la versión de teatro, escribieron algunas canciones específicas para la versión cinematográfica a petición de Fosse, cuyo objetivo era imbricar la música en la narrativa. Tras ocho Óscar y fama internacional vuelve a Broadway y sigue cosechando éxitos que llegan hasta hoy. Ç

Poco queda de Jean Ross, la bailarina y cantante inglesa que inspiró el personaje de Sally Bowles. Envueltos en una nebulosa inquietante, quedan los cabarets y los kabaretts que mostraron, en una república fallida, la oscura imagen de su tiempo y la pulsión de una sociedad que fue monstruo durante un intervalo eterno. Queda Liza Minnelli cantando ‘Life is a cabaret’.

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