Blog | Que parezca un accidente

La literatura, básicamente, es un oficio peligroso

ME HE LEVANTADO esta mañana y me he dado cuenta, mientras no me afeitaba, ya que no lo hago desde diciembre, de que me había cambiado el estilo. De que ya no escribo como siempre. Ayer me acosté con la seguridad de que mi forma de escribir era la misma que la de los últimos meses. Antes de dormir ensayé un par de frases por casualidad, mecánicamente, como quien se palpa de forma instintiva los bolsillos de la camisa cuando le entran ganas de fumar, y enseguida me reconocí en ellas. "Estas dos frases que se me acaban de ocurrir —me dije— podrían ser mías". Pero hoy había algo distinto. Lo he notado en cuanto he salido de la cama. Al caminar hacia el cuarto de baño. No tardé en entender que el problema era que ya no escribo igual.

.Intenté entonces una frase. Un pensamiento cualquiera, razoné, lo primero que sirva para tomarle el pulso a mi nuevo estilo. Me dirigí a mi escritorio, abrí el portátil y anoté: "Me he levantado esta mañana y me he dado cuenta, mientras no me afeitaba, ya que no lo hago desde diciembre, de que me había cambiado el estilo". Definitivamente, ese no era yo. Esa frase no podía ser mía. Yo jamás escribiría algo así. De inmediato me invadió un temor infantil pero cierto. La clase de temor que invadiría a cualquiera que se gane la vida escribiendo. El temor de no estar a la altura.

Con la autoestima aún temblando me levanté y fui en busca del discurso que Roberto Bolaño pronunció en la ceremonia de entrega del premio Rómulo Gallegos, del que conservo una copia en mi biblioteca. La inercia guio a mi dedo índice hasta el final del segundo párrafo, donde el autor chileno reflexiona sobre qué es una escritura de calidad, "que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera" y se detuvo en la definición que estaba buscando: "¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura, básicamente, es un oficio peligroso".

Todavía más nervioso decidí telefonear a Juan Tallón, que es uno de esos escritores que poseen la virtud de acertar siempre en sus observaciones, incluso cuando se equivocan, y le expliqué torpemente lo que me ocurría. Él escuchó con paciencia mi descripción atropellada, llena de mayúsculas y de faltas de ortografía. Reproduje la frase que había anotado en el portátil. Le comenté el punto de vista de Bolaño, que ya conocía porque no dijo nada. Le confesé mis temores y repetí todo de nuevo hasta que por fin le pregunté si sabía cuál podría ser la causa de aquella anomalía. Después de un larguísimo silencio, que duró apenas unos segundos, me contestó: "A veces es mejor no saberlo todo".

Regresé al cuarto de baño, me miré al espejo como si no me conociese y tomé una decisión: "Debería afeitarme". Me embadurné la cara con espuma, comencé a pasarme la cuchilla y, sin darme cuenta, me hice un corte en el labio. Primero se tiñó de rojo la espuma de la barbilla. Después, poco a poco, la esquina del lavabo. Volví a mirarme en el espejo y, con la sangre goteando, recordé las palabras de Bolaño: "La literatura, básicamente, es un oficio peligroso". Fue entonces cuando comprendí que tenía razón.

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