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Los cromos del Tigretón

El 22% de los españoles reconocen que robarían en una tienda si supieran que no les iban a pillar. Son pocos

LEO EN ESTE PERIÓDICO una encuesta. No son buenos tiempos para las encuestas, pero esta me la creo. Dice que el 21,60 por ciento (el 22, redondea el titular) de los españoles reconocen que robarían en algún establecimiento si tuvieran la certeza de que no iban a ser descubiertos. Por lo que se desprende de la información, hay otro buen montón de españolitos a los que ser descubiertos o no les importa bien poco, porque cada año el sector del comercio acumula unas pérdidas de 2.480 millones por hurtos. 

En la misma información hay una experta en Psicología, Lucía Halty, que explica los resultados a su manera: «Dudo mucho de que estos resultados se den en otros países», opina, «los españoles no tenemos muy interiorizado lo que significa cumplir las leyes. La gente no tiene asociado un castigo al robo o al fraude ya que la probabilidad de castigo es muy baja en ambos casos». Pues a lo mejor es por eso. 

O a lo mejor no. Porque yo tengo recuerdo de la consciencia de la ilegalidad y del miedo al castigo cuando era un delincuente de supermercado. Es más, lo pienso ahora y creo que ambos eran elementos imprescindibles, motivadores, en mi carrera delictiva. Tampoco es que fuera un hampón, aunque es verdad que para ser tan chico había logrado una especialización bastante intranquilizadora: los envases dobles del Tigretón, la Pantera Rosa y el Bony. 

A finales del 70, esos pasteles formaban el triunvirato de la bollería industrial. Quienes los gozamos aún hoy les guardamos lealtad, pero tampoco eran los pasteles en sí mi objetivo último. Lo que yo chorizaba eran los cromos que venían dentro, y que no traían los envases individuales, o quizás sí pero en menor cantidad o calidad. 

En el Simago estaban siempre colocados junto a las cajas registradoras, para que los niños que acompañábamos a nuestras madres los viéramos mientras esperábamos la cola y nos diera el ataque de capricho. Funcionaba. En mi caso, antes incluso de hacer la cola en la caja; para que no le diera la paliza mientras hacía la compra, mi madre me prometía un paquete nada más llegar al supermercado. Y yo ponía sistemáticamente en marcha mi perfecto plan de asalto al cromo. 

La técnica no era gran cosa, aunque para nueve o diez años que tendría no se puede pedir mucho más. Y era efectiva. Nada más entrar, elegía mi paquete doble de Tigretón o de Pantera Rosa, casi nunca de Bony por motivos que pueden entender cualquiera que recuerde haber probado los tres. Mientras seguía a mi madre por el Simago, cuando veía un pasillo sin gente y sin empleados simulaba que miraba alguno de los productos y allí, apretado contra las legumbres o las galletas, abría cuidadosamente el paquete sin romperlo y sacaba el sobre de cromos; luego, le decía a mi madre que lo iba cambiar porque me apetecía más el otro sabor, y dejaba al fondo de la caja el sobre abierto y sin cromos y me llevaba otro nuevo. 

Podía repetir la operación hasta tres veces en la misma compra. Así que me iba del supermercado con dos o tres sobres de cromos, más el que llevaba el envase de pasteles sin abrir que mi madre pasaba por caja como soborno por mi buen comportamiento durante la compra. «Toma, cariño, te lo has merecido», me decía mientras yo trataba de poner cara de bueno, me imagino que muy poco convincente, y de controlar los nervios de la culpabilidad que me empujaban a la carrera hacia la puerta, lejos de las miradas que yo suponía acusadoras de algún empleado y de la hostia de campeonato de mi madre si se enteraba. 

Jamás acabé una colección. Es más, nunca, ni en plena moda infantil, me gustó coleccionar cromos. Llevaba algunos por entrar en el juego del intercambio y no quedarme descolgado de la mayoría, pero nada más. Ni siquiera puedo recordar ahora exactamente de qué eran los cromos que sacaba de los Tigretones, tal vez de piratas, pero sí que puedo recordar, casi volver a sentir, el corazón bombardeando las sienes, esa sensación entre el picor y el temblor en las manos y en las piernas, el disimulo torpe de un niño interesadísimo en el precio y las marcas de los garbanzos, el vértigo cuando se acercaba algún adulto mientras abría o cambiaba el paquete, el arrepentimiento íntimo y breve en el momento de pasar por la caja ante el miedo a ser descubierto. Y la impagable sensación de triunfo en cuanto llegaba a la calle, era en ese momento un perro callejero, el Vaquilla dando esquinazo a la pasma a latigazos de freno de mano en un 124 robado. 

Desgraciadamente, la vida me llevó pronto por caminos ajenos a la delincuencia y no pude comprobar si esas adictivas sensaciones se sostienen en el tiempo o van cediendo con la rutina del robo, pero en cualquier caso serían para mí una explicación más comprensible que la que nos traslada la psicóloga de la información sobre los hurtos. Porque ninguno de estos sentimientos hubiera sido posible sin la consciencia de mal y la posibilidad cierta del castigo. 

Quiero pensar que la mayor parte de las personas somos capaces de respetarnos a nosotras mismas y que no robamos simplemente porque estamos mal socializados, sino porque necesitamos sensaciones que solo encontramos en el riesgo y en lo prohibido. De lo contrario, si la explicación fuera la que da la información, también la encuesta que contiene estaría equivocada: no serían el 22% los españoles predispuestos al robo, sino al menos el 33%, según figura en la única encuesta fiable, el recuento de votos de las últimas elecciones. Y me siguen pareciendo pocos.

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