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Los estafadores de mi familia

Bolsa de Nueva York. EFE
photo_camera Bolsa de Nueva York. EFE

Mi tío Alfonso, tío abuelo político, intentó una vez estafar a Charles Lindbergh. Lindbergh, por si es usted un muchacho que no conoce al personaje, fue el primer aviador que cruzó el Atlántico sin escalas. Luego se hizo nazi. El 1 de marzo 1932 alguien entró en la finca del piloto en Nueva Jersey, apoyó una escalera entre el suelo y una pared, subió a la habitación del hijo de Lindbergh y se lo llevó sin que nadie se enterara: ni el padre, ni la madre ni la señora que cuidaba al niño, un bebé de año y medio que se llamaba Charles como el padre.

Fue un caso muy mediático, por la edad del niño y la fama y fortuna del padre, que era un señor muy bien parecido y en aquel momento adorado por el pueblo. El tío Alfonso vivía en Nueva York, adonde había emigrado buena parte de mi familia. Enterado del secuestro por la prensa y porque en todo el mundo no se hablaba de otra cosa, el tío Alfonso tuvo una idea resplandeciente: pedir un cuantioso rescate. Mandó una carta a casa de Lindbergh con el mensaje habitual de los secuestradores. Si querían recuperar al niño, decía, debían seguir unas instrucciones en las que se determinaba la cantidad a entregar, el modo de hacerlo y el lugar, dejando un sobre en uno de esos enormes cubos de basura de metal que vemos en las películas de la época. No prestaron mucha atención, porque muchos otros habían tenido la misma idea y la familia del niño ya negociaba con el verdadero secuestrador, pero decidieron ir a por él, como es natural, así que a la hora convenida un policía de paisano llegó al sitio indicado, levantó la tapa del cubo y dejo allí un sobre.

El tío Alfonso, que estaba al acecho, se acercó al cubo y allí mismo lo detuvieron, revolviendo entre la basura. La cosa no acabó bien para nadie. Alfonso pasó una temporada en la cárcel y la familia de Lindbergh pagó 50.000 dólares al secuestrador, pero el niño no aparecía. A los dos meses encontraron el cadáver, muy cerca de la casa del aviador. Según los autores de la autopsia el Bebé Charles se había partido el cuello. La teoría dice que uno de los peldaños de la escalera rompió (así apareció, roto) y aquello había provocado la caída del secuestrador con el niño en brazos, que no sobrevivió al accidente. Fue acusado del crimen un carpintero alemán, condenado luego y ejecutado en una silla eléctrica. La idea de mi tío pienso yo que no era mala, siempre desde la perspectiva de un delincuente, pero fue pésimamente ejecutada.

El tío Alfonso se acercó al cubo y allí mismo lo detuvieron

Tuve otro tío estafador, el tío Manuel, hermano de mi abuela Mercedes y cuñado del anterior. A él le fue mejor hasta donde sabemos en la familia. Durante un tiempo, un par de años, se hizo pasar por el nuevo embajador español en Uruguay. Llevaba un séquito de seis personas, todos amigos y procedentes de O Seixido, como el tío Manuel, de quien se dice que era hombre de verbo fácil y gran prestancia. Viajaba en los mejores barcos, vivía en los mejores hoteles y era invitado a fiestas de alto copete en todos los países por donde iba contando su historia. Su modus operandi era siempre el mismo: hacía entrega al capitán del barco o al director del hotel de un maletín cerrado con llave y le pedía que lo guardara con gran celo, pues contenía las credenciales de su nombramiento como embajador e importantísimos documentos secretos, vitales para el gobierno español.

Con aquel sencillo pero eficaz método se ganaba la confianza de sus víctimas, que le concedían crédito ilimitado. Cuando escapaban él y sus secuaces, los estafados siempre esperaban un regreso inminente, porque tenían el maletín en su poder y no les cabía la idea de que el señor embajador se fuera sin él. Esperaban bastante para abrirlo y sólo encontraban periódicos. Reprodujo la estafa en EEUU, Cuba, República Dominicana, Venezuela, México, Argentina, Brasil y Colombia, donde murió electrocutado de forma accidental.

El asunto es que en un grupo de chat que tenemos los hermanos, les recordé estas historias que yo había escuchado contar a mi padre decenas de veces, siempre de la misma forma y con profusión de detalles. Mis dos hermanas se indignaron y montaron un escándalo mayúsculo. Esas historias, decían, no sólo no eran ciertas, sino que eran imposibles pues ningún pariente nuestro, dijeron, hubiera sido capaz de hacer nada semejante, pues procedemos de una familia honrada desde tiempos bíblicos.

Tuve que esperar a que se incorporaran a la conversación mis otros dos hermanos, que inmediatamente confirmaron el pasado de nuestros dos tíos estafadores y entonces caí en la cuenta de algo inquietante: mi padre, que vivió 86 años y jamás perdió la lucidez, nunca contó ninguna de esas dos historias en presencia de mis hermanas, pues obviamente, como dijeron ellas al empezar la discusión, lo recordarían. Había una historia familiar para hombres y otra para mujeres. Por eso se escandalizaron, convencidas de que nuestra familia tiene una trayectoria secular inmaculada. Les ocultaron siempre los tramos poco edificantes.

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