"Los más débiles eran los escogidos"

Varios lucenses cuentan cómo se protegían para evitar abusos en un colegio de Sanabria y el seminario de La Bañeza ►Javier y Emiliano, de Lón, deunciuaron a dos curas ante el Papa y el obispado de Astorga tras confesarse víctimas

Tres testigos de abusos. XESÚS PONTE
photo_camera Tres testigos de abusos. XESÚS PONTE

LUGO. Toda la vida guardaron su terrible secreto hasta que, armados de valentía, se decidieron a contarlo a los cuatro vientos y a acusar a sus supuestos abusadores. Javier, en 2004, y Emiliano Álvarez Delgado, en 2016, son dos exalumnos del seminario San José de La Bañeza, León, que confiesan haber sufrido abusos sexuales por parte de dos sacerdotes destinados allí, uno de ellos, José Manuel Ramos Gordón, condenado ya por la Santa Sede tras su paso por este seminario y por el colegio Juan XXIII de Puebla de Sanabria, Zamora. Ellos denunciaron pero todavía quedan por oír muchas voces de antiguos alumnos de ambos centros, algunos de ellos de Lugo, que vieron abusos y ahora empiezan a contarlo.

«Ya de casado, todavía dormía con la cabeza tapada»

Nunca sufrió abusos pero este lucense —que opta por el anonimato— vio cómo sus compañeros del colegio Juan XXIII de Sanabria sí los sufrían. Un colegio donde recayó porque su padre era minero y el seguro privado le permitía una educación gratuita en uno de los centros más reputados de la zona. O sea, todo un privilegio ya que la estancia mensual de internos en el colegio costaba, en los años 80, unas 35.000 pesetas mensuales. «Era tanto el miedo que pasábamos por las noches de que viniese el cura que, ya de casado, todavía dormía con la cabeza tapada y con la sábana y la manta sometida bajo el cuerpo porque esa era la manera que tenía de protegerme en el colegio y de despertarme si venía a hacerme algo», afirma ahora, a sus 49 años.

Este lucense solo fue testigo de los abusos que otros chicos sufrían y le contaban al día siguiente. Todos dormían en una planta sin tabiques entre las camas. «Una noche vi al cura acostado al lado de un chico y vi cómo lo tocaba y se tocaba. Siempre eran los más débiles los escogidos», recuerda.

Este lucense estuvo en Sanabria cuatro años, desde 1980 hasta 1984. Con él, serían una docena de lucenses los matriculados en ese colegio. «Entre los gallegos, hubo pocas víctimas porque éramos los duros del colegio. A muchos chavales los metían ahí para enderezarlos porque eran malos estudiantes», apunta.

El truco de envolverse bajo la ropa para protegerse de los abusos no era la única estrategia. «Cada niño se defendía con lo que tenía a su alcance. Nosotros pensábamos: «Si tú vienes a tocarme, te vas a enterar» y discurríamos todo tipo de cosas. Había chavales que dormían con un zapato debajo de la cama, otros ataban cordones de una cama a otra para que tropezase...», dice.

Este lucense jamás contó a su familia lo que ocurría en el internado. «Si se lo digo a mi padre, me parte la cara», señala.

«Una noche desperté y vi su sombra, luego se escondió»

Otro lucense más, que estudió en el seminario de La Bañeza, relata cómo eran aquellas noches. «A mí nunca me hicieron nada, pero una noche desperté y vi la sombra del cura con la luz del piloto rojo que había en el pasillo. Quizás aquel día venía a por mí. Luego, él se dio cuenta de que me había despertado y se escondió tras el tabique», relata.

«Había un chico que dormía con un cuchillo en la cama»

Como los otros dos, tampoco sufrió abusos pero fue testigo de lo que pasaba en otras camas. También bajo el anonimato, este exalumno del seminario de La Bañeza cuenta lo vivido allí en los años 80.

Como en Sanabria, los internos de La Bañeza también se iban a la cama pensando en cómo evitar los posibles abusos. «Un compañero se acostaba con el pantalón y el cinturón puesto. Otro ponía una banqueta para que el cura tropezase y otros más dormían con un palo, una varilla e incluso un cuchillo y una navaja. Menos mal que, en ese caso, no se acercó el cura porque si así fuese ¡no se sabe lo que podría pasar!», apunta.

«Acabé en las drogas porque nunca asimilé esto»

Tiene 52 años y hace dos que hizo públicos los abusos sexuales que asegura haber sufrido en La Bañeza. Emiliano no tiene reparos en dar la cara y decir su nombre. Entró en el seminario a los 10 años y salió a los 12, expulsado por mal comportamiento. Para este hombre, los malos tratos eran por partida doble: «De noche, un sacerdote abusaba de mí. De día, las palizas me dejaban las manos marcadas y los oídos llenos de zumbidos de los golpes que llevaba», cuenta.

El dormitorio de los alumnos de sexto, séptimo y octavo de EGB del seminario era compartido. La rutina era irse a dormir y cuatro o cinco horas después un sacerdote paseaba con la linterna por el pasillo que distribuía las camas. «Primero pensé que venía para vigilar, mi sorpresa fue cuando venía para abusar de ti. Un día tocaba a un compañero y otro, te tocaba a ti. Todos lo sabíamos pero nadie lo contaba. Si en aquella época lo digo, ¡lo mismo acabo en un centro psiquiátrico!», cuenta Emiliano.

Con la expulsión del seminario, se acabaron los abusos pero empezaron los problemas para asimilar todo el sufrimiento. «Antes de los 13, ya tuve un coma etílico. Después, de los 19 a los 30, pasé por dos Proyectos Hombre para desintoxicarme de mi adicción a la heroína. Los abusos me generaron muchos problemas de autoestima a lo largo de mi vida, nunca lo asimilé y acabé en las drogas», afirma.

Emiliano Álvarez contó su caso para denunciar a su abusador ante el obispado de Astorga. Ahora espera la sentencia de la Iglesia, el único recurso que le queda dado que estos casos prescriben en la jurisdicción civil a los catorce años.

«Nos escondíamos en el baño y nos daba pánico la cama»

Hace cuatro años que Javier, harto ya de ocultarlo toda su vida, cogió una hoja y un bolígrafo con el ánimo de contarle al Papa el calvario por lo que pasaron, tanto él como su hermano, gemelo, en el seminario de La Bañeza. Le salieron veinticinco folios que redujo a diez en una carta que envió, certificada y con acuse de recibo, a El Vaticano. Era el 30 de noviembre de 2014 y lo hizo sin esperar respuesta y con miedo a que le cayese una querella por calumnias porque daba nombres y apellidos de diez sacerdotes y no tenía pruebas. Pero, sorprendentemente, no fue así. Fue, más bien, al revés. El papa Francisco leyó la carta y abrió él mismo el proceso, a través de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

A lo largo de estos cuatro años, Javier tuvo que describir, una y otra vez, lo que le había pasado a él y a su hermano, ya fallecido, y el cura acusado de estos hechos, José Manuel Ramos Gordón, acabó reconociendo haber cometido los abusos, por lo que fue condenado, por el obispado de Astorga, a un año de residencia en la Casa Diocesana para hacer ejercicios espirituales, sentencia que Javier califica de «una burla». Hace dos semanas, el obispo de Astorga, Juan Antonio Menéndez, comunicaba otra nueva condena a este sacerdote, pero esta vez por otros abusos sexuales cometidos en el colegio Juan XXIII, de Puebla de Sanabria, en Zamora. La pena es su ingreso en un monasterio por diez años.

Javier y su hermano ingresaron en el seminario en 1989. Ambos sufrieron abusos. Hartos de la situación, un día se lo comunicaron al rector y al tutor pero ambos taparon estos hechos y la situación empeoró. Su hermano fue expulsado una semana y Javier asegura que recibió palizas. «Nos amedrentaban. No dormíamos por el miedo que teníamos todas las noches a que nos volviese a tocar. Nos pasábamos las noches temblando. Íbamos a escondernos al baño. Nos daba pánico meternos en cama», cuenta Javier.

Pasaron los años pero Javier y su hermano nunca borraron de su mente lo que habían vivido en el seminario de La Bañeza. «Esto no se olvida. Las relaciones de pareja fueron catastróficas y te despiertas muchas veces por la noche sudando con pesadillas. Nosotros tuvimos «suerte» por vivirlo juntos porque nos contábamos las cosas. Un niño que lo viva solo pasa un auténtico infierno», dice.

A sus 44 años, solo ve una explicación a estos abusos en la Iglesia: «Hay mucha homosexualidad y muy reprimida pero hacerle esto a un niño es un delito», afirma Javier, quien añade que cuando hizo público su caso, la diócesis de Astorga le ofreció 50.000 euros, a lo que él se negó. «Les dije que no podía poner un precio a la infancia de mi hermano y a la mía pero sí quiero que me resarzan como en otras partes del mundo», dice.

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