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Me da igual

A LOS TRES AÑOS MI HIJA aprendió a decir "me da igual", y desde entonces no deja de repetirlo. La inercia, supongo. Nada volvió a ser como hasta aquel día. Quizá al principio no conocía todas las implicaciones de decir "me da igual", pero después de un mes debió de intuirlas. Sabe que no es una frase cualquiera, de las que se apagan sin producir un efecto, como cuando dices "hace frío" o "ya voy". Lleva un año y medio diciendo "me da igual" para oponerse a cualquier intento de impedir que se salga con la suya. A estas alturas ya es una maestra en el notable arte de la indiferencia.

En el momento que algo la disgusta, o la entorpece, o le resta razón, anuncia que le da igual, francamente, y continúa ejecutando sus planes. Es inevitable irritarse de vez en cuando. Pero unas horas después se despierta en mitad de la noche con pesadillas, llorando, o te pide "papi, tápame", y es a ti a quien le da igual que te diga "me da igual". No hay que preocuparse, le digo a su madre. Tal vez un día se canse de utilizar esa maldita frase. Y a lo mejor empieza a decir "me importa una mierda". Cada uno elige su forma de dar —o no dar— la espalda a la realidad. Durante un paseo por el campo, hace 250 años, el doctor Samuel Johnson sintió que los argumentos del obispo George Berkeley lo estaban metiendo en una maraña, y decidió cortar por lo sano, a la acreditada manera de los pragmatistas ingleses, propinando un fuerte puntapié a una piedra y exclamando: "¡Lo refuto así!".

Le pedí por favor que cambiase de canal, en lugar de arrebatarme el mando sin más

Todos tendemos a defendernos contra los hechos que nos incomodan. Solo que unos se retiran antes que otros de la batalla. A veces, intentar que tus pretensiones sigan su curso, como si nada, cuando el mundo trata de desbaratarlas, dice mucho de uno. Casi somos dignos de admiración por ello. Quizá el gran logro de la inteligencia es que muchas cosas nos den igual. El mundo se ha llenado rápidamente de acontecimientos, objetos, personas, ideas que nos hacen creer que son importantes, y que conviene plegarse a ellos, o prestarles al menos atención.

Quizá se entienda mejor si cuento que el lunes quise seguir un debate electoral por televisión. Helena estaba viendo un capítulo de ‘La oveja Shaun’. Había visto cuatro o cinco antes, y seguramente ya debería estar en la cama. Aun así, le pedí por favor que cambiase de canal, en lugar de arrebatarle el mando sin más y decirle que se lavase los dientes y se fuese a dormir. "Es un debate importante. Tengo que verlo. ¿O quieres que papá voté mal, como las últimas veces?", intenté razonar. Ella se volvió hacia mí, puso cara de asombro, y después dijo "me da igual". Primero tragué saliva como si fuese un pavo; luego sentí que su frase me abría los ojos.

Probablemente el debate no fuese en absoluto importante. Ni lo sean las elecciones. Ni el hecho de tener un gobierno. Ya quedan pocas ambiciones que se comparen en pureza a la de desear, cuando te hartas, que algo o alguien se vaya a la mierda. Quizá lo importante es ver ‘La oveja Shaun’. O lo que sea que no nos mortifica, ni nos produce angustia, solo lo que nosotros queramos, porque nos proporciona placer. Saber lo que es importante y lo que no representa una vieja aspiración. Nunca la resuelves del todo. Nunca acabas de dilucidar qué es lo verdaderamente relevante entre la maraña de infinitas cosas que lo parecen. Y si lo sabes, actúas en demasiadas ocasiones como si te diese igual.

Desgastarse en batallas menores requiere una dedicación constante desde que eres un niño. Cuando te dicen que hay que dar a las cosas la importancia que tienen, es como si no te dijesen nada. Qué coño significa eso. Imposible saberlo a ciencia cierta. Pasa el tiempo y poco a poco empiezas a adivinar que la realidad nunca va a dejar de reclamar tu atención, y más cada día, porque solo eres un cliente para ella, así que hay que decir basta, y actuar como si casi todo lo que tiene que proponerte te importase un bledo.

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