Blog | El portalón

Memoria selectiva

Los recuerdos ayudan a elegir y a desechar compañeros de confinamiento

COMO LA memoria tiene sus rarezas, que dan material tanto para un estudio de Neurobiología como para Proust, sin escatimarse, me encontré el otro día pensando en una mujer a la que conocí hace muchos años y de la que recuerdo todo menos su nombre. Ya es que ni me molesto en averiguar cómo me viajan los recuerdos, por qué este justo ahora. Los abro como regalos y me conformo con su mera presencia.

Esta mujer, un poco más joven que yo (iba a escribir "un poco más joven que yo entonces", ja) me sacaba varias cabezas y era, a la vez, voluminosa y delicada. Me parecía el epítome de lo francés, como si su vida hubiera sido redactada por un publicista. Por ejemplo, se fue a estudiar la carrera a París y, para ganarse mientras la vida, había trabajado de dependienta en tiendas de lujo. Cartier la había hecho ir y volver de Atenas en el mismo día para entregar a una buena clienta una pulsera a la que hubo que cambiar el cierre. Viajaron ella, la pulsera y un señor armario ropero por si las dos primeras huían juntas para no volver. Le pregunté por qué no habían mandado solo al armario ropero. "No daría buena imagen", contestó.

Ilustración para el blog de María Piñeiro. MARUXA​Chanel era la marca para la que más tiempo había trabajado. Me habló de todas sus normas. No podías estar gorda (sorpresa), tenías que ser preferentemente morena o castaña con media melena e igual que te daban ropa para que la vistieras en la tienda, te pagaban semanalmente un estipendio para que te peinaras en la peluquería tu media melena y para que te hicieras la manicura, siempre con uñas cortas y, a poder ser, de color uña.

Supongo que no es mucho pedir que una uña tenga color uña. Una cosa que no se podía hacer bajo ningún concepto es ir a trabajar con el calzado que ibas a usar en la tienda. Tener los zapatos sucios era un sacrilegio que se pagaba con una rebaja de sueldo. Otro era la falta de cortesía. Si entraba una persona usando billete de 500 euros para envolver un chicle se le ofrecía una copa de champán. Si entraba otra en chancletas y chándal raído se le ofrecía una copa de champán. "Los de la pasta son los de las chanclas", decía mi amiga, que me aconsejaba que si estaba turisteando por una ciudad y me cansaba, entrase en Chanel a sentarme un rato. "Te van a tratar bien", juraba.

Por estas historias, me hice a la idea de que el piso en el que vivía sería una extensión de su persona, donde se mezclarían con gracia lo exclusivo y la estantería Billy de Ikea. Me invitó a conocerlo el día que le conté que buscaba un sitio para vivir dos meses y me estaba costando encontrarlo: demasiado tiempo para ocupar un sofá, demasiado poco para alquilar. "Quédate en mi casa, tengo una habitación de sobra".

La visita a su piso es mi cuento de terror. No se veía la cama, ni se veía el sofá, cubiertos por ropa y más ropa sucia (alguna de Chanel), no se veía la ciudad al otro lado de la ventana, cubierta de verdín; no se veían los peces del acuario, cubiertos de agua estancada y densa. Bueno, sí se veía uno, uno solo, flotando en la superficie, cadáver desde hacía días. Todavía recuerdo el olor y la asombrosa situación de estar firmando con la mente un acuerdo tácito para no mencionar lo obvio. He firmado muchos de esos a lo largo de los años y todos me han resultado muy trabajosos. No me gusta ignorar las evidencias. Pero lo hice. Ella lo señaló con la mano extendida como si fuera una presentadora de teletienda y no la inquilina de una pocilga y preguntó qué me parecía. Yo dije que era una lástima que tuviera un gato. Que al ser alérgica no podía vivir allí. Mi chivo expiatorio maulló como coincidiendo conmigo.

Ya sé por qué recuerdo esto justo ahora. Andaba yo pensando con quién y con quién no sería capaz de pasar el próximo confinamiento.