Metáfora Casillas

Deambulaba Casillas por el área como lo que era: el capitán de una metáfora del desastre perfecto; de un equipo que como el país al que representa ha vivido por encima de sus posibilidades. De una burbuja inflada que ha estallado en un segundo dejando a todos desnudos frente a una realidad no prevista y no deseada.
Iba y venía Casillas por el campo como Juan Carlos I por el palacio: viejo, cansado, desanimado, aburrido, con la cadera quebrada, apoyado en unas muletas cibernéticas y en las portadas de Hola. Hola hizo creer a Casillas que la grandeza que se otorga en el ámbito de la farándula basta por sí misma para seguir siendo grande también sobre el césped.
Vivía la selección española hasta el viernes como vivía España hace unos años: cautiva de un pasado reciente en el que se tocaba el cielo, pero ajena a una Historia que demuestra que al pueblo ibérico le ha ido por lo general más mal que bien, como su fútbol, pese a que los futbolistas de la selección, como los gobernantes, han vivido más bien que mal. Actuaba la selección como actuaba España antes de la crisis: negociando 720.000 € por cabeza como premio a la inevitable victoria mientras la afición estaba a punto de experimentar en sus carnes el mayor desastre jamás vivido. 
Empezó ganando España el partido como ganaba antes en la vida. Con un penalti inexistente que no hacía más que insuflar ánimos a los españoles y aire a la burbuja. Y el primer gol en contra llegó como un mal menor, como un contratiempo superable, como una arena en el zapato que puede sacudirse sin interrumpir el paseo.
Cuando la crisis se hizo evidente, estaba España en el segundo tiempo empatando a unos y convencida de que aquello se podía ganar sin el menor esfuerzo. Confiaba en su inercia, en su buena estrella y en su cortísima trayectoria victoriosa. Luego todo se derrumbó. 
Salía el portero demasiado pronto o demasiado tarde, quedando siempre a medio camino, medía mal sus pasos, corría en la dirección equivocada y miraba a todas partes buscando una solución fuera del terreno de juego. En el Hola, acaso. Los compañeros del capitán actuaban en consecuencia: perdían una a una cada batalla y se iban borrando de la contienda como una España en demolición se borró del mapa justo antes de caer en el abismo económico, social y anímico. Comprendieron que nunca resolverían ese partido y miraban asustados a Casillas confiando en que al menos, como antaño, entregara al país algunas intervenciones gloriosas que evitaran el desastre. Eso no sucedió. Casillas supo en algún momento del partido, quizá durante alguno de los dos últimos goles, que ya no es más que una caricatura de su pasado. Como España.
Las imágenes de Casillas en los dos últimos goles son enternecedoras: en el penúltimo entrega el balón al rival y se queda pasmado, mirándolo mientras se acerca a la portería vacía y marca a placer. Pero es la escena del último gol la que de verdad define la situación. Casillas, tras caer en un mano a mano se levanta, corre tras Robben, tropieza consigo mismo, vuelve a caer, se arrodilla. Y es así, de rodillas, como entrega al mundo la imagen misma del fracaso propio y del fracaso colectivo. Así, arrodillada, toda España se hizo carne en las carnes de Casillas y comprendió que ya no puede creer ni en su fútbol, el último reducto de la esperanza de muchos. Ni puede creer en Casillas, un líder que ya no provoca temor entre los adversarios pero es respetado por una afición que se resiste a ser defraudada, que vive en un mundo paralelo en el que las glorias pasadas duran eternamente, como las estrellas del Rock, que pueden dar lo mejor de sí mismas camino de la ancianidad.
El héroe que antes ponía a España de pie la puso el viernes de rodillas. Casillas quiso acabar  su carrera como aquellos generales españoles que durante las guerras de la independencia americana sólo aspiraban a una última victoria o en el peor de los casos, a una derrota digna y una retirada en orden con parte de la tropa en buen estado. No tuvo nada de eso. Pase lo que pase en Brasil, los españoles recordarán siempre la imagen de un perdedor arrodillado, y ese Casillas del viernes acompañará eternamente al Casillas de los buenos tiempos, de la misma manera que cuando cualquier español medio vuelve la vista atrás para evocar un pasado dichoso acaba humillado ante un presente escalofriante.
España ha jugado al fútbol como ha jugado a la vida, con el mismo resultado: una caída de la gloria al infierno en un suspiro, sin enterarse por el camino. Cuando se dio cuenta se encontraba arrodillada preguntándose qué carajo estaba pasando.

 

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