En Tsitsernakaberd arde una llama que recuerda el millón y medio de armenios víctimas del genocidio cometido por Turquía

Milenaria Armenia

Apuntes de un viaje entre vestigios de la Ruta de la Seda, templos enclavados al borde de precipicios y viviendas excavadas en roca volcánica

EL AVIÓN partió hace algo más de una hora de Moscú. El pasillo se convierte en un ir y venir de pasajeros cuando la nave sobrevuela las cumbres nevadas del monte Ararat, con sus 5.165 metros de altitud. Más de un centenar de armenios retornan a la tierra de sus antepasados. Lucine Ghazaryan y Martin Karapetyan nos están esperando en el aeropuerto Zvartnots, de Ereván. Música e historia del país al que acabamos de llegar son los temas de conversación en el corto trayecto hasta la ciudad.

La figura de Mesrob Mashots preside la fachada de la Matenadaran (Biblioteca). Es el autor del alfabeto, con 39 letras cuyas características guardan cierta similitud con las grapas. Desde entonces, en el año 405, varias generaciones de armenios dedicaron su vida a recopilar el conocimiento.

El termómetro marca 40 grados cuando comenzamos el viaje hacia el norte que nos lleva hasta Akhala, una fortaleza con sus murales de origen bizantino, y a Haghpat, un complejo monástico que fue seminario y universidad en la antigüedad, en cuya biblioteca pueden verse los huecos realizados en el suelo para esconder los documentos y evitar su robo y destrucción. Ambas construcciones datan del siglo X, mientras que la basílica de Odzum es del V. En su interior, un sacerdote canta con voz grave y potente. En el exterior llaman la atención dos obeliscos rectangulares.

La frontera con Georgia está cerca, y a escasa distancia nos espera Manuel con la mesa lista para comer debajo de unos árboles. "¿Barcelona live?", pregunta. Granada, Bilbao, Messi, Cristiano Ronaldo y la civilización griega también salen en la conversación.

Los grandes y expresivos ojos de su esposa lo dicen todo en silencio. La altiplanicie ondulada y de color paja por la que circula el coche se convierte en un paisaje de tonalidad verde cuando llegamos a Dilijan. Es una localidad rodeada por un denso bosque de arces, sauces y olmos, cuyas viviendas están rematadas por cúpulas de madera. Con sus doce balnearios, es un destino termal. Cuatro agentes uniformados dan paso a los niños que se dirigen a la escuela en una mañana silenciosa.

Los armenios observan con curiosidad a los visitantes, es una característica que los define, como sucede con los españoles por su costumbre de hablar en voz alta


El viaje se reanuda en dirección sur hasta el lago Sevan, que sigue existiendo porque Stalin no tuvo tiempo de desecarlo totalmente. Años después de su muerte, fue rellenado parcialmente y hoy se extiende en una franja de 70 kilómetros de longitud y cinco de ancho, en paralelo a la frontera con Azerbaiyán.

Antes de que la megalomanía del dictador alterase su fisonomía, en su interior se encontraba una isla, que hoy es una península, sobre la que se asienta un monasterio y dos iglesias construidos con piedra volcánica en el siglo IX, cuyo color oscuro contrasta con el intenso azul de la superficie calmada del agua, bordeada por las cumbres de una cadena montañosa.

Los armenios observan con curiosidad a los visitantes, es una característica que los define, como sucede con los españoles por su costumbre de hablar en voz alta. Proseguimos la expedición dejando el lago a la izquierda, y nos internamos por una polvorienta carretera que nos conduce hasta Noraduz.

Si el alfabeto es una seña de identidad de Armenia, otra lo son las cruces esculpidas sobre piedras de formato rectangular, denominadas jachkares. En ellas están tallados aquellos elementos y acontecimientos que caracterizaron la existencia de las personas por las que fueron construidos. Su altura oscila entre metro y medio y dos metros. Hay más de 800. El tiempo (datan de entre los siglos XV y XVII) realiza su trabajo, y su superficie está recubierta de moho y líquenes.

El cementerio se extiende sobre siete hectáreas y es un impresionante museo al aire libre. Dos mujeres caminan. Unos pañuelos oscuros cubren sus cabezas. Queda atrás el Lago Sevan, situado a 2.000 metros de altitud sobre el nivel del mar. Un leve descenso, a través de unos parajes desnudos y salpicados por arbustos, se ve interrumpido en varias ocasiones por los rebaños de vacas.

Entre abruptos picachos y cumbres redondeadas por la erosión queda atrás una carretera de firme irregular. El itinerario enfila a través de una pista que concluye en una planicie sobre la que está ubicada una construcción de recios muros: es el Caravasar de Selim, construido en el año 1332.

Un vestíbulo da paso a una nave dividida en tres espacios por dos hileras de columnas. En uno descansaban los mercaderes que hacían la Ruta de la Seda y en el otro, los animales. Entre ambos se encuentra un canal por el que discurría el agua que saciaba la sed de unos y de otros. Imagino al mercader veneciano Marco Polo oteando el horizonte antes de reemprender el camino hasta la lejana y legendaria China.

Si el alfabeto es una seña de identidad de Armenia, otra lo son las cruces esculpidas sobre piedras de formato rectangular, denominadas jachkares


De nuevo en la carretera, los Lada, orgullo e identidad del régimen soviético, están abandonados en sus márgenes. Otros circulan lentamente cargados de maíz, sandías y melones, y sus conductores se hacen a un lado para dejar pasar a los coches coreanos, japoneses y alemanes. Cae la tarde cuando llegamos a Goris. La frontera con Nagorno Karabakh se encuentra al este y muy próxima.

Este país es una herida sin cerrar. En la década de los setenta del siglo XX, Armenia y Azerbaiyán guerrearon por hacerse con un territorio que abandonaron los pocos azeríes que lo poblaban antes del conflicto bélico. Hoy, su población es armenia, la paz sigue sin firmarse entre los dos contendientes y su gobierno no está reconocido internacionalmente.

El aspecto, un tanto desolado, de Goris contrasta con unas viviendas acogedoras y confortables, con sus patios interiores en los que crecen los árboles frutales. Los armenios son hospitalarios y extienden su brazo para invitarnos a pasar. Con el nuevo día nos aguarda Khndzoresk. Es un pueblo cuyas viviendas son grutas excavadas en una montaña porosa, que contó con tres escuelas y dos iglesias, al que llegamos después de cruzar el Puente del Diablo, que se bambolea sobre el río.

Apuramos la mañana para subir al llegar al teleférico, a través de unos cables de 5,7 kilómetros de longitud. Nada más bajar puede verse la cúpula del Monasterio de Tatev. Está situado sobre una planicie al borde de la profunda garganta. Como otros, también sufrió los embates de un terremoto, que no afectó a la Columna de Gavazán, de ocho metros de altura y formada por una serie de piedras encajadas, cuyos giros permitían a los habitantes del monasterio advertir la llegada de las tropas enemigas.

Irán está a menos de una hora. Hacemos noche en Goris de nuevo antes de dirigirnos hacia Karahunj. Es un observatorio astronómico, construido hace 18 siglos y compuesto por 80 rocas alineadas con el sol, en las que fueron realizados agujeros para estudiar el firmamento. La frontera con Irán va quedando atrás y nos acercamos a la de Turquía.

Llegamos al templo ocre de Noravank por una carretera excavada entre las rocas, a cuyo primer piso solo es posible acceder a través de una escaleras exteriores sin pasamanos. A ocho kilómetros de la línea que delimita los dos países se encuentra Khor Virap, lugar de peregrinación sobre una llanura que deja paso al Ararat, cuya visión difumina la niebla.

El calor nos está esperando en Ereván, es el punto de partida para la última etapa, que tiene dos destinos: una es el templo helenístico de Garni. Dos mujeres elaboran el pan de lavash en la casa de esta localidad, donde comemos, y Geghard, un monasterio excavado en la roca dotado de una especial sonoridad: un grupo de japoneses canta una canción popular irlandesa.

Atrás quedan mil kilómetros, el intenso olor a incienso de la catedral de Echmiadzin, los restos de la catedral de Zvartnost y el monumental abecedario labrado en el Parque de las Letras. El tiempo se acaba. Contemplamos de nuevo la cumbre nevada del Ararat, antes de que el avión se interne por las inmensas llanuras de Rusia.

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