Opinión

Momento choripán

HAY MOMENTOS en los que cabe una vida y vidas que desembocan en un único instante. Son episodios llenos de magia que aparecen como por ensalmo y hacen la existencia más llevadera ya que la dotan de plenitud hasta que ella sola se encarga de retomar su ritmo veloz y voraz. Uno de estos episodios suele aparecer enmascarado entre la parafernalia festiva de un día de Feira Franca en Pontevedra.

Pongamos que el sábado de Feira comienza rebuscando en la bolsa de disfraces alguna vestimenta apropiada para el evento, para no deambular por allí vestido de romano, como hacen algunos rebeldes o desinformados. Escoges las prendas, te las vistes, te ves en el espejo, deseas tener la varicela y quedarte en cama... en fin, la rutina de siempre.

Has quedado con los antiguos compañeros de trabajo con los que sueles compartir esta fiesta. Llegas a la cita tres cuartos de hora más tarde para reirte del pringado que siempre aparece puntual y que ha fundido la batería del móvil anunciando al resto su indignación, como si no supiera a qué atenerse.

El reencuentro, entre risas y besos, conduce a refrescar el gaznate en un tasca de postín. Si escoges, el Parvadas, un entorno maravilloso para disfrutar en compañía, has de saber que no te pondrán tapa con la bebida. Son algo recalcitrantes. Y si alguien piensa que esto es un zasca para que reconsideren esa costumbre, felicitaré a ese alguien por su perspicacia. Es un servicio que hacemos a la humanidad.

Te pones al día mientras te pones a tono y luego a comer. En la terraza del local reservado te sientes miembro de una fraternidad de pontevedreses y visitantes aborregados: todos vestidos de época, todos contentos y felices, todos hambrientos y sedientos. A veces no hay como aborregarse, dejar la soberbia a un lado y disfrutar.

Echas cuatro ó cinco horas entre comida, café y sobremesa, no pregunten cómo. Tu ropa medieval se pega al asiento y tu culo contemporáneo adquiere las mañas del cartón. Repasas la actualidad política (para esto aprovechas el momento de los chupitos) y recuerdas viejas anécdotas, compartes novedades e incluso tienes tiempo para abordar el sentido de la vida con debates sobre la existencia de Dios. Al ponerte de pie para ir a otra parte notas un hueco en el estómago. No puede ser, te dices, pero es. Por eso, tras unos cuantos paseos sin rumbo fijo, sin otra meta que sortear las multitudes que, como tu grupo, deambulan sin propósito por las callejuelas, el vacío que hay en tu interior adquiere proporciones insoportables. Los olores de los puestos de comida se confunden con cantos de sirenas. Te tropiezas con conocidos y te paras a seguir conociéndolos. Tropiezas con desconocidos, que a partir de entonces ya lo son menos ("mira, con estos ya hemos tropezado antes") y termináis en el medio de una plaza, a poca distancia de donde se está cociendo algo. O sea, que están asando churrasco para la cena. Lo cierto que estamos todos de acuerdo: es el momento del choripán. Cuando las luces de la tarde se retiran para dejar paso a la noche, el ser humano necesita una explicación vital que ha de recibir por la puerta de su estómago. Y el emisario ha de ser una vitualla tan humilde con el choripán. Ni beluga, ni centollas de la ría ni solomillo de ternera: solo el choripán te puede llenar. Tan sencillo como eficaz.

Localizado el lugar, se celebra el rito. Una pandilla de viejos amigos formando un círculo, de pie en una plaza, disfrazados de vaya usted a saber, devorando un trozo de pan con chorizo. Lo escribió Jorge Guillén para la ocasión: "el mundo está bien / hecho". Pontevedra, te quiero.

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