TRIBUNA ABIERTA

Al que mató a mi perro

Jesús Niño, párroco de Salcedo. GONZALO GARCÍA
photo_camera Jesús Niño, párroco de Salcedo. GONZALO GARCÍA

NO SÉ quién eres; si eres hombre o mujer, joven –aunque este concepto es tan elástico en la actualidad, que llaman joven a un individuo de 45 años– o mayor…. solo sé que el pasado viernes 13, en torno a las 10 de la mañana, en la calle que va por el lateral de la Alameda, conduciendo con excesiva velocidad para aquella zona tan transitada, atropellaste mortalmente a mi perro que se había soltado y corría por el paso de peatones que está situado delante del local social que tiene allí la Xunta. Y, lo peor, ¡no tuviste el mínimo gesto de parar y excusarte por lo que habías hecho!

Ni siquiera se me ocurrió mirar cómo era tu coche, mis angustiados ojos solo se fijaron en que mi cocker se volvía a mí con una postrera mirada, antes de derrumbarse y comenzar a devolver lo que antes, en casa, había comido.

No lo pensé dos veces; a pesar de mis años, cargué con él en brazos y salí corriendo por la Rúa Nova de Abaixo en un desesperado intento de llegar al veterinario más próximo, que está cerca de mi casa. El perro pesaba, por su boca se le iba la vida a borbotones, atravesé el Paseo de Colón y bajé exhausto por la cuesta de la Rúa Monteleón, mientras el perro dejaba tras de sí un reguero de sangre.

No podía más, menos mal que me encontré con una señora conocida que trabaja en el Froiz de Colón y que se prestó enseguida para ayudarme. La veterinaria no abría hasta las 10,30, así que llamé a su padre para que la avisara, porque era un caso urgente.

Regresé hasta la puerta de la tienda y me hice cargo de Liam, mientras la señora iba a incorporarse a su trabajo. Los minutos se me hicieron eternos junto al perro, cuyas piernas se agitaban en un espasmo de agonía. Cuando llegó la veterinaria, lo pusimos en el mostrador, no hizo faltar inyectarle nada: solo pudimos acompañar a Liam en sus últimos instantes.

No sé si te parecerá algo exagerado mi dolor ante la pérdida de lo que solo será para ti la muerte de un animal. Pero para mí y para muchos un perro es algo más; es un alguien mucho más sensible que algunos seres humanos que pululan por nuestras calles.

El perro es, sin lugar a dudas, el animal más noble. Da todo y pide bien poco. Poetas como Lord Byron, músicos como Mozart y novelistas como Sir Walter Scott no escatimaron alabanzas a sus perros. Madame de Sevigné –supongo que no te sonará a nada– escribió en una carta aquello de "a medida que conozco a los hombres, más admiro a los perros".

Quieren a su amo tanto, que son capaces de seguir esperándote en la estación, aunque hayas muerto, como Hachiko, o dejarse quedar sobre tu tumba, como Bobby, el skye terrier que no se movió de la sepultura de su amo desde 1858 hasta 1872, fecha en que murió de viejo, y en cuyo honor los sensibles habitantes de Edimburgo le levantaron una estatua sobre una columna enfrente de la iglesia de la calle Greyfriars, donde todavía despierta admiración.

Consiguen, incluso, que perfectos desconocidos se sonrían, se saluden e, incluso, se hablen, porque tienen una suerte común: ser propietarios de un perro. No importa si es de raza o si es palleiro, el perro es de los pocos seres que son capaces de despertar una misteriosa fraternidad entre los seres humanos que valoran y disfrutan de la fidelidad de este alguien y sueñan con envejecer en compañía de su perro. ¡Tú me has arrebatado ese maravilloso sueño!.

Liam era un maravilloso cocker dorado de apenas diez meses. Había nacido en Bratislava un 14 de noviembre del pasado año y trasladado a Sanlucar de Barrameda, donde lo adquirí. Era precioso, despertaba admiración, especialmente en el sector femenino; mi amigo Gerardo me decía que la mejor forma de ligar era Liam. Tenía muchos años por delante, por lo menos diez, y tú – para mí lo más doloroso- ¡se los arrebataste!

Sé, ¡claro!, que no todo el mundo piensa así. Me consta la existencia de gente que entierran vivos en un saco a las crías de sus perras; gentes que siendo jóvenes, iban con sus coches a la caza del gato, para atropellarlos y darles muerte; o que fabricaban arcos desde los que lanzaban las agujas de calcetar de sus madres para alcanzar a los gatos y darles muerte, o abandonarlos sencillamente a su suerte. Es muy posible que tú hayas podido tener la desgracia de salir de esos ambientes. A mí, Tristán, Fido y Liam - así se llamaban los cocker que he tenido– me enseñaron a respetar y valorar la vida de todo ser vivo, aunque no consiguieron cambiar mi actitud ante moscas y mosquitos. Los tres me han hecho ser mejor, y eso no se lo agradeceré bastante a ninguno.

Y, a pesar del enorme disgusto que me has proporcionado, te perdonamos yo y Liam, quien se acercaba a acariciar mi mano, a veces después de haberle dado con un periódico en los hocicos para que dejara de mear en casa. Te perdono, pero al mismo tiempo te compadezco, y te compadezco de veras por tu falta de sensibilidad, porque ni siquiera paraste y te apesadumbraste por el resultado de tu imprudente conducta. ¡Queda con Dios!.