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Patria, Gucci y libertad

POCAS imágenes explican mejor las protestas en el barrio de Salamanca que la de ese ciudadano anónimo, megáfono en mano, repitiendo consignas contra el Gobierno desde el asiento trasero de un Mercedes descapotable. 'La revolución', pensará nuestro curioso protagonista, "no tiene por qué estar exenta de pequeños lujos". El vehículo, por cierto, lo pilota un tercero a quien los prejuicios de clase invitan a identificar como su chófer sin mediar dato objetivo alguno que respalde esta teoría, ni siquiera el estoicismo con que parece soportar los exabruptos del primero a metro y medio de su oreja. "¡Libertad, libertad!", corea una multitud envuelta en banderas a su paso, casi todas ellas de dudosa calidad, hecho constatable que debería bastar para abrir los ojos de las grandes casas europeas ante esta nueva y acuciante realidad del prêt-àporter: el básico rojigualda de la temporada primavera-verano se está vendiendo, principalmente, en grandes superficies y pequeños bazares chinos.

CiudaddediosSemejante introducción, además de buscar una pequeña sonrisa de complicidad en el lector, debería servir también para poner el foco sobre una realidad que se me antoja molesta en algunos ámbitos de la opinión: tan legítima es la protesta de las clases más desfavorecidas de una sociedad como las de aquellos que, como suele decirse, nadan en la abundancia. Cierto es que los pijos, con sus excesos y peculiaridades, se prestan a la caricaturización literaria como pocas tribus urbanas a lo largo de la historia, pero este hecho no debería ser motivo suficiente para despachar con un capotazo apurado sus reivindicaciones. Con berlina alemana o sin berlina alemana, con chófer o sin chófer, con bolsos de Louis Vuitton o sin ellos, los ciudadanos libres de una nación democrática deben poder manifestarse en contra de lo que les venga en gana sin tener que soportar, por ello, la burla o el menosprecio del gobernante de turno: para eso, para la chanza y el cachondeo, ya estamos los columnistas, los ilustradores, los humoristas, los influencers y demás fauna del extrarradio cultural habitual. Tampoco conviene, dicho sea de paso, alentar ciertos comportamientos ni tratar de politizar la calle, como pretenden hacer con Núñez de Balboa algunas autoridades madrileñas.

En las aldeas de Galicia, tan alejadas del barrio de Salamanca en distancia como en costumbres, conocemos bien el efecto devastador de no saber parar una hoguera a tiempo, incluso de utilizar algún agente inflamable para acelerar el proceso. Yo me crié al abrigo de una bisabuela que siempre llevaba consigo una caja de cerillas en el clásico mandil de vieja —precursor galaico del cinturón multiusos de Batman— por si en cualquier momento había que actuar de urgencia. Cuatro rastrojos, un periódico o un paquete vacío de detergente, se convertían en argumentos plausibles para iniciar el ritual de apilar, encender un pequeño fuego y quedarse un buen rato mirándolo, hipnotizados por la danza y el crepitar de la llama: así fue como arrasamos —dos veces— con el vecino Monte de O Castro, claramente superados por nuestras expectativas iniciales. Esto es lo que, extrapolando con mayor o menor acierto, puede suceder cuando uno no sabe gestionar el descontento ciudadano, especialmente entre un segmento de nuestra sociedad donde abundan el lino, la laca y el óxido de hierro, muy útil este último si lo que se pretende es fabricar termita.

A la revolución de los Cayetanos, que es como se ha dado en bautizar la protesta, le faltan argumentos sólidos pero le sobran voluntad y tiempo libre. La emergencia sanitaria es tan evidente que su gritos de "¡Libertad, libertad!" —proferidos en total libertad y escoltados con mimo por la policía, por cierto— se ahogan por sí mismos en un escenario tan berlanguiano que el virus podría rebrotar en cualquier momento vestido con batín y zapatillas, como el Marqués de Leguineche, dispuesto a seguir matando, sofocar el descontento y dejar en pelotas a tanto político inconsciente. El miedo, que tanto bien nos hizo como sociedad al principio de la pandemia, empieza a diluirse como dos gotas de Channel Nº 5 en un vaso de agua y los comportamientos irresponsables vuelven a adueñarse de una nueva normalidad que, como sospechábamos algunos, se parece demasiado a la vieja. Por eso es tan de agradecer que un señor con chófer se convierta en la imagen icónica de la revuelta: porque los pijos, como los rojos de boina y palestina, también tienen derecho a portar la imagen de sus ídolos en todo tipo de merchandising que, si se me permite la intrusión, debería ir acompañada del lema "Patria, Gucci y libertad".

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