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Pepe Solla y la maldición del talento

Pepe Solla, durante una demostración culinaria. JAVIER CERVERA-MERCADILLO
photo_camera Pepe Solla, durante una demostración culinaria. JAVIER CERVERA-MERCADILLO

Lunes:

Yo crecí escuchando una historia recurrente, de esas que tanto nos gustan en los pueblos por infinitas: Pepe Solla estaba a punto de echar por tierra el negocio que, con tanto esfuerzo y dedicación, habían levantado sus padres. Y también recuerdo que había una palabra que se repetía continuamente en todos los relatos: 'florituras'. Pasaban los días, los meses, los años, y yo seguía escuchando aquella historia en boca de conocidos y desconocidos, de gente de aquí y de allá. Algunas mañanas me levantaba con la corazonada de que aquel sería el día señalado por las leyendas y en algún momento entraría un mensajero por la puerta que diría: "Ya está. Pepe Solla hundió, por fin, el negocio de sus padres". Pero nada... Nada de nada. Sin apenas percatarme terminé los estudios, tuve mil oficios, algunas novias, y un buen día descubrí que, mira por dónde, yo sí había hundido el negocio de mis padres. Aquello me animó como pocos logros en la vida. Y con razón: le había ganado por la mano a uno de los tipos que más admiraba sin llegar todavía a conocerlo. Estuve a punto de llamarlo, presentarme y ofrecerle mis servicios, una especie de asesoría suicida, pero el fracaso te convierte en un ser despreciable y egoísta, así que decidí guardarme la receta del desastre para mí. A él, mientras tanto, le llovían los reconocimientos y yo no dejaba de preguntarme qué estaría haciendo mal el bueno de Pepe, por qué no era capaz de arruinar su negocio y cumplir, de una vez por todas, con las expectativas. Así las cosas, parece que solo nos queda rezar porque, de alguna forma que todavía no soy capaz de imaginar, nuestro cocinero más icónico destroce cruelmente el pregón de la Peregrina y los asistentes podamos aplaudir emocionados el tan ansiado batacazo: si alguien se lo merece, ese es Pepe.


Martes:

No se habla hoy de otra cosa que no sea la partida del rey emérito. Hay quien califica el movimiento como una huida, otros hablan de exilio, y también abundan los que insisten en ver todo esto como una especie de vacaciones largas o retiro dorado. A mi, personalmente, no es algo que me interese demasiado. Mis esperanzas republicanas hace mucho que saltaron por la ventana, convencido por aplastamiento de que, en este país, somos especialistas en el cambio mínimo para que nada cambie. Dicho esto, sí me ha llamado la atención un pequeño detalle: como será de extraña y anacrónica la monarquía que por primera vez hemos visto a un hijo deseando que su padre se vaya de casa.


Miércoles:

A Doña Sofía la vimos esta mañana comprando mantecados en un mercadillo, lo que se puede interpretar como una vuelta a la normalidad de la familia real tras el tsunami de ayer. Algunas cadenas de televisión nos mostraron la dulce transacción en directo mientras una manada de tertulianos comentaban hasta el último detalle como si el futuro del país dependiera de ello. "Se la ve muy feliz", dijo uno de ellos en Telecinco. "La procesión va por dentro", le respondió otra. No me quiero imaginar el drama si, en lugar de mantecados, hubiese salido de la tienda con dos kilos de helado y un DVD con las tres primeras temporadas de Girls.


Jueves:

Esta mañana sentí unas ganas irrefrenables de criticar la remodelación del puente de O Burgo, así que me fui a estudiarla in situ. Durante muchos años crucé el viejo casi a diario, con su aceras estrechas y la barandilla oxidada, con aquel temblor bajo los pies cada vez que pasaba un camión y la certeza de que cualquier día, tarde o temprano, algún pescador me arrancaría los ojos con uno de sus anzuelos: uno no es nada sin sus viejos temores. Y eso es, supongo, lo peor que puedo decir del nuevo puente, en el que ya no corres riesgo alguno de que te atropelle un coche, infectarte de tétanos, caer al río o salir mutilado.


Viernes:

No hay mejor sitio en el que echar la tarde del viernes que en el chiringuito de Marín. Y por Marín me refiero a Javi, no al pueblo de enfrente. El puerto de Campelo necesitaba de un refugio en el que hidratarse y disfrutar de la proximidad del mar, que hasta hace poco tiempo parecía restringido para el gran público. Este es un pueblo tan complicado, tan obtuso en ocasiones, que la Festa da Ameixa se celebra desde hace años entre cemento, emplazada en una plaza rodeada de viviendas en la que, lo más parecido al mar que se puede intuir es a mi vecino Tito, que suda mucho. Así vendemos nuestros encantos, supongo: encondiéndolos. Menos mal que, como a los protagonistas de Casablanca, "siempre nos quedará Marín".


Sábado:

Habrá que seguir esperando: Pepe Solla lo bordó como pregonero y cada vez son más los que se preguntan qué tiene que hacer este hombre para poder fracasar en paz. Menuda maldición la del talento y el éxito, yo no sé cómo se puede vivir así.

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