Poner los dedos en la santa Jerusalén

Vaciaba la cerveza en el bar Sira y recordaba las palabras de Jehuda Amichai, que Jerusalén está contaminada de santidad como otras ciudades de gases

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ESTABA EN el bar Sira tomando pintas de cerveza, parecía un pub de Santiago de Compostela, un hombre se dormía encima de una cerveza, una chica bailaba con los brazos extendidos, un joven liaba un porro, yo recordaba cómo la gente golpea con la frente la tumba de Jesús, se da de cabeza contra el Muro de las Lamentaciones, con las doctrinas y la santidad, pero eso me recordaba los cabezazos que dan los matones en las películas, yo prefería tocar con los dedos Jerusalén, con la literatura, que es algo mucho más ligero y más vivo, seguramente más profundo, pensaba en aquel niño en la iglesia etíope, que daba vueltas por la iglesia callada y circular, mientras su madre dormía sobre una alfombra, y lo tocaba todo con los dedos, y me seguía a mí continuamente, y me tocaba con los dedos, y quiso salir conmigo y le dije: "No, no salgas, vete adentro con tu madre".

Recordaba que yo toqué con los dedos el Muro, toqué con los dedos la losa bajo la cual se supone que está enterrado Jesús, y un cura griego me miró con asombro, y quería tocar con la literatura Jerusalén, con los dedos que sienten y captan y reciben, pensaba en Amos Oz y su novela Una historia de amor y oscuridad, que era un canto de amor a su madre, que vivía en el centro de Jerusalén fuera de las murallas, su madre era callada e intensa, a veces desaparecía y volvía más tarde, a veces sufría sin saber por qué, su padre la admiraba y no la entendía completamente, él la amaba callado, a veces se tendía junto a ella a escuchar su silencio, y presenció cómo se iba muriendo lentamente de saudade y de insatisfacción, en esa parte más moderna de Jerusalén pero llena de vivencias y de historias, en torno a la calle Jaffa donde yo me alojaba, su madre era tal vez tan callada como la misma Jerusalén a la que todos han invadido y santificado pero nunca han escuchado levemente, nunca la han tocado con los dedos sin cabezazos, el amor a su madre no se dice, solo aparece en el título de la novela, pero se respira por toda ella, es el amor a una mujer que no destaca por nada heroico pero es profunda como la saudade, igual que es profundo el amor subterráneo e impronunciable que Amos Oz le dedica.

Me ponían otra pinta en el bar Sira, empazaba a alucinar un poco, y me acordaba de las novelas de Abraham Yehoshua sobre Jerusalén, Viaje al fin del milenio, donde un comerciante viaja a un París extraño y aldeano en el año 1000 y evoca Jerusalén en la lejanía como una ciudad mítica que casi solo existe en las palabras, El señor Sami, donde personajes a lo largo de dos siglos le cuentan a interlocutores mudos su obsesión por Jerusalén, la magia y el misterio de Jerusalén más allá de las santidades y las doctrinas, hasta llegar a ese personaje que se vuelve loco y le dice a todos que son judíos sin saberlo y tienen que darse cuenta, y deja a su mujer sin sexo ni descendencia, y su padre se acuesta con su nuera para calmarla, mientras observa esa luz extraña de Jerusalén que es una mezcla del naranja del desierto con el azul del Mediterráneo cercano, y yo veía esa luz al anochecer sobre las murallas de la ciudad vieja desde el molino de Montefiore, y pensé que esa manía de que otros son judíos sin saberlo era una manía literaria de un personaje pero en una tienda un judío mejicano me dijo que yo tal vez era judío sin saberlo y que me quedara en Jerusalén a esperar el Mesías, pero eso me parecía demasiado grandioso, era mejor pedir otra cerveza y contemplar la luz azulanaranjada y acostarme con la compañera de viaje.

Vaciaba la cerveza en el bar Sira y recordaba las palabras de Jehuda Amichai, que Jerusalén está contaminada de santidad como otras ciudades de gases, hay una industria de la santidad que narcotiza a la gente, y que todo puño fue antes una mano abierta y dedos, antes de los puños de las doctrinas que enfrentan y matan fueron los dedos que tocan y sienten y no destrozan lo que tocan, Amichai me invitaba a no mostrar el puño, a extender los dedos y sentir matizadamente Jerusalén, sentirla en sus momentos cotidianos, humildes, en sus barrios escondidos como el de Najaot con casas pequeñas abrazadas por jardines, en la familia que tiende la ropa en la terraza del barrio musulmán, en la anciana de la puerta de Damasco que viene a vender sus verduras, sí, yo prefería tocar Jerusalén con los dedos igual que aquella chica subida a un hueco de la puerta de Jaffa tocaba el arpa sin grandilocuencias, prefería a Amichai con sus versos cansados de absolutos y de trascendencias aplastantes, recordaba al poeta sirio Adonis que en Concierto de Jerusalén le dice al viento de las doctrinas que se calme, dice que las hormigas son más altas que los planetas, invoca a Nietzsche para vivir los instantes más allá de los cielos y las furias de la Historia, reniega de las religiones absolutistas para vivir la tierra.

En el bar Sira nos pusieron a Leonard Cohen, y me acordaba de Saul Bellow y su Jerusalèn, ida y vuelta, como ya en el avión un judío ortodoxo pretendió salvarlo con su doctrina absoluta, como daba vueltas con su desparpajo y su soltura por la ciudad, encontraba a todo tipo de gentes en esa ciudad monstruosa y alucinante, y el tipo no quería doctrinas, sino hacer observaciones sueltas y libres en una ciudad donde cada doctrina se cree absoluta pero tiene que convivir con otras, donde distintas culturas son vecinas y se reúnen en un sueño alucinante igual que en Sarajevo, y hay que ver todo tipo de caras y de vestiduras sagradas y de costumbres y de comidas en los restaurantes, cada uno se cree único pero tiene que ver a los demás, y eso es lo que fascina de Jerusalén, ese monstruo de infinitas cabezas y miradas que solo la literatura puede captar, y recordaba cuando leí De París a Jerusalén de Chateaubriand, y el hombre del mal del siglo pretendía superar su nostalgia en lo que entonces eran unas ruinas desoladas en una provincia turca, y recordaba como me asomé al patio de la Calle de los Profetas —que ojalá se llamase la Calle de los Poetas—, donde vivió la poetisa Rachel Blowstein, la que dice que no encontraremos nunca lo que anhelamos ni lo que perdimos, y recordaba que en el monasterio etíope vi a la reina de Saba y pensé en los poemas apasionados que le dedicó Salomón: "Os conjuro, hijas de Jerusalén, por las cabras, o por los ciervos monteses del campo, a que despertéis a la amada".

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