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Puente sobre aguas turbulentas

'Dolor y luto en Vigo' fue el titular que llevó a su portada Diario de Pontevedra el 11 de abril de 1979. ADP
photo_camera 'Dolor y luto en Vigo' fue el titular que llevó a su portada Diario de Pontevedra el 11 de abril de 1979. ADP

Simon y Garfunkel no pensaban en el Órbigo, ni en que el río iba, aquel abril del 79, protestando una corriente de furia. Dice el alcalde de allí que cada cinco años el cabrón río se cabrea y se viene arriba, y que rehúsa desbordarse porque prefiere acabar con la gente en su lecho. Y entonces hay que temerle porque en Santa Cristina de la Polvorosa, binomio de curva y puente, ya se habían ido al carajo varios vehículos.

Sin presentimientos. La risa adolescente raras veces presiente lo nefasto. Irrumpió lo imprevisible como irrumpe la tragedia, de repente. Un exceso de velocidad, una curva difícil y la carretera mojada; el derrape, la barandilla del puente que casca y la negrura turbia.

Y luego el silencio del fondo del río, un instante apenas roto por los cristales estallados y un sálvese quien pueda de braceos. Todo pudo quedar en eso de no ser porque el género humano, marrano y egoísta en lo cotidiano, se vuelve solidario frente a la muerte ajena. Troitiño, un profe, salvó a dos niños; cuando iba por el tercero murió, exhausto en su generosidad y bendecido por la renuncia honrosa a su propia vida ¿Dónde la estatua al héroe?

Cuarenta y nueve muertos, cifra razonable en guerra para una incursión en territorio enemigo, resulta excesiva en cambio para una excursión de adolescentes con sobremesa de muerte.

Aterroriza la risa infantil ahogada, la vida por vivir convertida en piélago de miedo, el sindiós de un futuro vuelto ultimátum desconcertante y fatal.

Imagínenlo hoy. Las familias pidiéndole cuentas al lucero del alba y berreando su reivindicación: queremos las orejas -y el rabo- del Ingeniero de la nacional 650; ah, y que dimita el gobierno. Pero aquellos santos inocentes, vigueses de a pie, guardaron su dolor en el bolsillo. Lloraron, cómo no: el llanto es el único analgésico del sufrimiento. Treinta mil almas en un desconcertado Balaídos que solo entendía de ritos futbolísticos. Las cifras, lo más antiliterario del mundo, resultan a veces la mejor novela realista.

Antes habían recogido los féretros en la estación de Urzaiz. Iban llamándoles por el nombre del niño muerto, en alto pero con el tono burocrático con que se emplaza al expropiado para entregarle un justiprecio. Aterra esa disciplina recepcionista, esa entereza ante la adversidad.

Pero hubo hueco para la fortuna. En un quiebro inspirado de suerte, Pablo González Varela regateó a la muerte. Se quedó en Madrid con unos familiares y tal vez el tiempo le devolvió la comprensión cabal de aquel drama en blanco y negro, el valor de su vida continuada.

La carroña informativa mañanera -y sus aves necrófi las- llenarían hoy hoteles de corresponsales. Comunicadoras matutinas hozando el dolor ajeno por unos gramos de share. La tristeza en directo, la pena en streaming.

Miguel Domínguez, uno de aquellos niños corta chuletas hoy, y, aunque no olvida, resume aquello con un arte que recuerda la simpleza de la arquitectura herreriana: un avatar fl uvial. Dice que no condicionó su vida como no condiciona la marca candente al ternero, aunque tampoco pueda borrarse jamás.

Luego vino la explicación de la ciencia. Un fi n de marzo y comienzo de abril tórridos hicieron el deshielo. La naturaleza se encaprichó después y jarreó sin tregua. El hielo derretido se alió con una borrasca, tormenta perfecta, y el río de la vida se convirtió en un torrente de lodo desquiciado.

Trescientos metros cúbicos por segundo y cero grados. Ese era el smoking del agua aquel día. No quedó ahí la fatalidad. El `Pegaso´ cayó en la poza más profunda del río, ocho metros más la crecida.

Y cómo olvidar el azar milico. El servidor de la patria recién estrenada, el defensor uniformado de una Constitución que aun gateaba, de niña que era, que en el restaurante dice `¿Vais para Vigo?...¿Podéis llevarme´? Y que se sube al autobús y se ve, al poco, en la torrentera enloquecida, que se deja llevar por la corriente y se agarra a una rama con la fuerza con que lo haces a la vida. A Arias, patriota forzoso como toda aquella generación de mili obligatoria, lo amenazó con el arresto, por viajar en el autobús, una superioridad autoritaria que representaba la facción más facciosa de un franquismo aun fresco. Nada más carente de humanidad, insensible ni estúpido que unas ordenanzas interpretadas por un chusquero sin escrúpulos. Ni se interesó por su estado.

Pero lo del Órbigo no se novela sin que la maledicencia y la estupidez humana le presten su inevitable contorno. Maruja López Cotilla, nombre ficticio porque siempre es mejor imaginar a los inmorales que encontrárselos, susurró a un periodista por lo bajini, que es como se propalan las mentiras, que al conductor `le echaran los chavales polvos pica-pica´. El `periodista de investigación´ pergeñó entonces una amarillista teoría de la conspiración, como si no bastase con la naturaleza, una curva jodida y la calzada mojada para causar el accidente.

A Maruja se sumó un `experto´ pescador de la zona. La pesca y la caza abonan a veces el estercolero de la trola. Dijo éste que no iban a encontrar a los niños porque los lucios se los comen. Me pregunto si era el Órbigo o el Amazonas, si lucios o pirañas. Y por fi n la guinda. Un programa de temática paranormal (quizá para-anormales) al que hace poco va un soplapollas y cuenta que estando de camping allí no le dejaron dormir gritos de niños, y que al levantarse estaba toda la caravana decorada, en rojo sangre, con palmas de manos infantiles. Será imbécil. Y que a este gilipollas no lo hayan hecho detener…

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