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Septiembre negro

YA SE sabe que siempre hay tener mucho cuidado con lo que uno desea, porque existe el riesgo de que se haga realidad. A mí, que soy corto hasta de deseos, me ha pasado con septiembre, que ha llegado después de ochenta días de vacaciones escolares de mis hijos y ahora no sé como quitármelo de encima.

No puedo con esto. Con septiembre, digo, no con los hijos, aunque también. Porque septiembre, de malo que es, te hace dudar de todo. Y eso que yo a ellos los quiero, creo. Supongo que de esa manera tan rotunda y tan extrema que decimos todos, como se quiere a un hijo no se quiere a nadie, sangre de mi sangre, yo por mi hija mato y todo eso, pero es llegar este mes y comenzar a chorrearme las dudas como una tormenta de lluvia ácida. Porque, ¿para qué sirven, en realidad? ¿Realmente necesitaba la especie mi colaboración para sobrevivir, cuando hasta ahora lo había hecho perfectamente, salvo errores evidentes? ¿Lo necesitaba yo o fue una de esas necesidades creadas por una eficaz campaña de márketing, como comprar un coche con sistema de aparcamiento automático o cambiar el móvil por uno resistente al agua? ¿Tanto deseo tenía de perpetuarme y trascenderme como para semejante liada, o solo me dejé llevar por la presión ambiental?

Uno no se da cuenta del error que es desear que vuelva a empezar el curso hasta que ya es demasiado tarde, para todo


Por que ahora hay mucha presión con estas cosas de los hijos, como si nosotros fuéramos los primeros que los hemos tenido. Tanta que todavía no me explico cómo nos dejan ser padres a cualquiera, sin pedir un carné, ni un triste cursillo de CCC, ni nada. Así nos va.

Pero supongo que ahora ya es tan tarde para plantearse todo esto como para esquivar septiembre. Con este mes me ha pasado como con la maldición favorita de mi madre: «Solo os deseo, hijos míos, que Dios os dé hijos como vosotros», repetía la muy bruja. Desde que se cumplió, la mujer no para de reírse. Yo llevo tres meses repitiendo a los míos: "Hijos, solo deseo que llegue septiembre para que volváis al cole". Se ha cumplido, y no tiene nada de gracia.

Septiembre, uno justo, debería ser para unos padres decentes un horizonte despejado, la promesa de un oasis, un paraíso de egoísmo y tiempo libre, y no el pozo sin fondo que es. Porque el colegio, vamos a dejarnos de chiquilladas, está muy bien para todo eso de aprender, socializarse, hacerse personas de bien y ciudadanos de provecho, pero su función principal debería ser quitarnos a los chavales de encima y tenerlos entretenidos mientras los demás vivimos. Habrá quien diga que no, profesores y gente de esa, pero es que sí, al menos desde que nos impusieron la educación obligatoria y el trabajo infantil comenzó a ser una opción tan mal vista.

Septiembre, uno justo, debería ser para unos padres decentes un horizonte despejado, la promesa de un oasis


Con tantas modernidades ahora los niños ya no solo no ayudan en la economía familiar, con todo lo que eso repercutía en el consumo y tiraba del PIB, sino que poner a dos hijos en el aula supone una inversión suicida para cualquier salario medio del sur de Europa. Antes al menos quedaba el consuelo de plantearlo como una inversión a futuro, pero con el mercado laboral que nos están dejando hay que abandonar toda esperanza, tenemos licenciados suficientes como para cubrir todos los puestos de repartidor, reponedor de supermercado y operador de call-center necesarios en décadas.

Al menos esta situación está sirviendo para retomar costumbres sociales que siempre habían servido para apuntalar nuestra conciencia de tribu, como la economía colaborativa o el trueque. Para muchos el intercambio de libros de texto está siendo un buen alivio, así que, por favor, exijan a su hijos que los subrayen a lápiz. Ojalá fuera posible hacerlo también con la ropa, porque equipar a un par de chavales para el colegio sale más caro que enviar una expedición al Polo.

El gasto básico necesario es suficiente como para dejar una economía familiar temblando más que la banca española ante un test de estrés de la UE, pero es que además hay que añadirle el precio de las actividades extraescolares, que es el eufemismo que empleamos cuando queremos decir «hay que buscarle a los niños algo que hacer porque no va a haber cristo que los aguante toda la tarde en casa». Actividades extraescolares es más corto, nos hace sentir más responsables y se puede decir delante de ellos, que serán niños pero no son tontos.

El gasto básico necesario es suficiente como para dejar una economía familiar temblando más que la banca ante un test de estrés de la UE 

Por valer, vale cualquiera, desde manualidades con material reciclado a cuidados para crear tu pequeña huerta urbana en tu habitación, aunque las principales se dividen en dos: las destinadas a terminar de agotar a los niños para que lleguen más cansados y se duerman antes, entre las que se incluyen todas las disciplinas deportivas y las socorridas clases de baile y danza; y las destinadas a satisfacer nuestra imagen de padres perfectos que queremos la formación más completa para ellos, y que incluyen desde ajedrez a flauta travesera. Entre estas últimas destaca por su implantación, relevancia y precio el inglés, una materia al parecer tan importante, tan esencial, que todavía no hemos encontrado el modo de impartirla como se debe en los colegios y preferimos fiarla a cualquier otra persona, que como único requisito debe cumplir ser nativo, porque lo importante es que escuchen y hablen, aunque no sepan gramática ni vocabulario.

Por último, solo queda cuadrar los horarios. Aunque es mucho más fácil teniendo en cuenta que la situación de quiebra económica en que te ha dejado el principio de curso te impide siquiera pensar en salir o hacer algo de lo que te apetece, y ya, por fin, tienes todo ese tiempo libre que tanto habías añorado durante los ochenta días que llevas deseando septiembre. Feliz regreso al cole y ánimo, que total un hijo solo es para toda la vida.

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