IN MEMORIAM

Solla el inventor

José González Solla. DAVID FREIRE (ADP)
photo_camera José González Solla. DAVID FREIRE (ADP)

LA PRIMERA vez que me encontré con José González Solla tendría yo seis o siete años. Recuerdo que me pareció un señor muy alto, como un jugador de baloncesto y eso me impresionó. Éramos muy amigos su hijo Pepe y yo y aquella visión reforzó nuestra amistad, pues, pensé, no se podían esperar más que cosas buenas del hijo de un señor tan alto.

No mucho después, a mis hermanos y a mí nos llevaron nuestros padres a comer a Casa Solla, celebrando algo. Aquel buen día, mi admiración se acrecentó cuando me dijeron que todo lo que estábamos comiendo lo habían inventado los padres de mi amigo. Yo sabía que Amelia y Pepe eran los dueños de Casa Solla, pero nunca me había imaginado que los platos pudieran crearse. Yo veía en la cocina de mi casa cómo se hacía un cocido o se freía un huevo, pero hasta entonces no había supuesto que aquello tuviera inventores.

Pasé entonces a imaginarme a Pepe Solla trabajando con Amelia en un laboratorio como los de las películas de entonces, lleno de tubos de ensayo y probetas, rodeados de papeles con planos y cálculos matemáticos, haciendo experimentos. Fue el primer inventor al que conocí. Mi madre enloquecía con el lenguado menier y mi padre con el cordero. Probando aquello, todo tan sabroso, tan diferente, tan hermoso, estaba claro que aquella gente tenía una gran capacidad para crear.

Todos y todas las que trataron a Pepe Solla coinciden en que era una persona amable, elegante, paciente. Transmitía paz y seguridad, que son las cosas más difíciles de transmitir, sobre todo si van juntas. Eran cualidades naturales en él, supongo que más genéticas que adquiridas, pues las heredaron sus tres hijos, con los que Pepe y Amelia crearon una familia, puede que ya haya quedado escrito, que funciona como un clan escocés, siempre haciendo piña.

Fue un innovador. Tras uno de sus viajes de investigación a Francia con Amelia creó un sufl é que es el postre más delicioso que nadie ha probado jamás. Fueron la avanzadilla, en los años sesenta, de una gastronomía gallega que necesitaba crecer y reinventarse. Nos trajo luego a Galicia la primera estrella Michelin cuando ni sabíamos qué era eso y la mantuvo hasta que cedió las llaves del restaurante a Pepe hijo. Lo hizo en el momento oportuno, cuando vio venir que las tendencias tomaban nuevos caminos que su hijo ya transitaba. Le dejó también la estrella, que Pepe hijo mantiene año tras año, tras realizar profundos cambios de los que el padre se sintió muy orgulloso. Como desde el principio, él y Amelia siguieron bajando a comer a diario al restaurante con hijos y empleados y a probar los platos nuevos que salían de sus fogones.

La última vez que lo vi debió ser hace algo más de un año, cuando él ya andaría por los 89. Me invitaron a una boda cuyo banquete servía Casa Solla. Seguía ahí, trabajando, pendiente de cada detalle, dirigiendo a los camareros que se movían con elegancia, casi como en una coreografía, como si todos allí, comensales incluidos, hubiéramos ensayado mil veces aquella boda. Era impresionante verlo tan joven. Mientras charlaba con él y me explicaba que estaba ahí echando una mano a sus hijos pensé que el hombre era mucho más alto de como lo veíamos de niños, no ya físicamente. Ahora hablo de altura humana.

José Solla recibió en vida numerosos homenajes y eso está bien. No pudo quejarse de haber sido apreciado y valorado, como cocinero y como persona. Y aún así me parece poco. Dicen que nadie es imprescindible y suele ser cierto salvo en casos como este. Nadie es insustituible, y ahí está Pepe hijo para demostrarlo, pero Pepe padre claro que fue imprescindible. Con él empezaron muchas cosas, y con Amelia. Otros no lo hubieran hecho o lo hubieran hecho de otra manera, pero fueron ellos quienes abrieron de par en par las puertas a una nueva gastronomía, a las fusiones y a la experimentación de nuevas formas de hacer las cosas, siempre desde el amor al producto de nuestro país y a su Casa en Poio.

Por eso creo que José Solla se convierte un personaje imprescindible, porque Casa Solla representa mucho para muchísima gente y porque él y Amelia fundaron una saga de excelentes cocineros y empresarios, Pepe, Teté y Suso, que siguen acarreando el buen nombre de nuestra comarca por el mundo adelante, llevando y trayendo de aquí para allá nuevos sabores y nuevas recetas, investigando como hacían sus padres, haciendo honor a su apellido y honrando a Pepe y Amelia, que en 1961, así como se casaron quisieron fundar un restaurante y cuando se dieron cuenta habían fundado también una nueva cocina gallega.

Pues se va sobre todo una buena persona y eso siempre duele, pero me consuela saber que siempre lo recordaré como lo imaginé de niño: un inventor muy alto que creaba platos con su esposa en un laboratorio de película.

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