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Sonrisa y cuernos

ALGUNOS DÍAS me levanto de la cama con la sensación de que todo sigue igual que siempre, de que nada ha cambiado. Me arrastro hasta la ducha, me ato una toalla a la cintura al salir, y en la cocina rescato cualquier mierda de la nevera que mi estómago pueda entender como un desayuno. Luego enciendo el teléfono y compruebo si tengo algún mensaje nuevo de Pablo, antes de escribir cualquier payasada en Twitter y sopesar la posibilidad de trabajar un poco o abandonarme al visionado compulsivo de porno. Enseguida caigo en la cuenta de que ya son varios los meses transcurridos sin que mi amigo de la infancia, mi eterno compañero de batallas y padrino de bodas, me envíe mensaje alguno, ni siquiera un triste emoticono. Entiendo y respeto sus motivos, aunque no los comparta, así que me cabreo, estampo el móvil contra la alfombra y cierro los ojos hasta quedarme nuevamente dormido.

Confieso que siempre me ha gustado dormir, especialmente por las mañanas, cuando el ruido de la calle me acuna y me cuenta que el resto del mundo camina en otro sentido. Además de reparador y placentero, dormir a deshora me parece una actividad tremendamente sofisticada, distinguida, casi aristocrática, tanto o más que utilizar monóculo en lugar de gafas, pasearse apoyado en un bastón sin necesidad de romperse ningún hueso o esnifar rapé. Y desde que Pablo no me llama, no envía mensajes ni aparece en la puerta de casa cargado de folletos de publicidad y un atado de cervezas bajo el brazo, todavía duermo más.

Me tapo con una manta o con uno de los gatos, dejo que el sueño me atrape y me transporte hasta un bar, un banco en un parque desconocido o el camarote de un yate en el que me topo con Pablo, por fin, con la misma sonrisa de siempre dibujada en la cara mientras pregunta si en ese puto sitio no hay café. Entonces me siento a su lado y empiezo a hablarle de unos sueños bastante macabros que me asaltan por las noches. Le cuento cómo entro en una habitación de un hospital gigantesco y lo encuentro a él tumbado en una cama, con un tubo insertado en la tráquea mientras su madre llora al otro lado de la estancia, apoyada en una ventana. Luego aparece Betty, su novia, que dice venir a despedirse antes de que unos tipos con pinta de presidiarios y trajes baratos entren en la habitación y se lo llevan. Sin saber cómo, la habitación se convierte en un cementerio y allí descubro una lápida con su nombre y su fotografía...… Él me mira como si ya lo hubiese escuchado cientos de veces hasta que no aguanta más y se echa a reír."A saber a quién habéis enterrado vosotros, no se os puede dejar solos", dice. Yo también me echo a reír, el muy cabrón siempre tiene estas ocurrencias que me desarman. Y justo en ese momento, me despierto.

Pablo es el guaperas de la fotografía que acompaña estas líneas, el de la camiseta blanca con cuerpo de stripper. Si se fijan ustedes un poco, al fondo, sobre el escenario, se puede intuir la silueta de Lemmy Kilmister, el carismático líder de Motörhead. La imagen la tomé yo mismo en el Resurrection Fest el año pasado, más o menos por estas mismas fechas. Acababa de echarse novia y esa misma noche, los dos acurrucados en una tienda de campaña que olía como una charca de lodo en Vietnam, lo descubrí enviándole un mensaje con un GIF de dos osos de peluche enredados en un corazón. Luego se puso los auriculares, cerró los ojos y a los dos minutos ya estaba roncando como si fuese la estrella del ‘Chaos Stage’.

Les cuento todo esto porque este miércoles abre sus puertas una nueva edición del Resurrection Fest, un festival de verano que en pocos años se ha convertido en un referente para los amantes del rock, el hardcore y el metal en general. Por sus escenario desfilarán bandas como Iron Maiden, The Offspring, Volbeat, Bad Religión, Bullet for my Valentine o Brujería. Se lo cuento, además, porque Pablo no asistirá por primera vez desde que una pandilla de chalados se empeñó en ver actuar a las mejores bandas del planeta en las fiestas patronales de su pueblo, la villa lucense de Viveiro. Se lo cuento porque, a pesar de no estar él, el resto de la tropa ya tenemos las entradas preparadas y planeamos convertir la cita de este año en un homenaje póstumo a nuestro viejo amigo.

Cada año, como si de una peregrinación religiosa se tratase, cargábamos los coches con todo lo necesario para pasar cuatro o cinco días fuera, dependiendo del presupuesto, y nos lanzábamos a la carretera como si Viveiro fuese Las Vegas y nosotros los protagonistas de un libro de Hunter S. Thompson. Ánxel, Tino, Adri, Javi Santamarta, Pablo, yo...… Bebíamos como rusos en una Eurocopa, alternábamos con muchachas de melena larga y sonrisa fácil, nos dejábamos llevar por la fuerza de una música que se te mete en la oreja como un ratón enfurecido y acumulamos miles de recuerdos que ahora, de alguna manera, nos endulzan la ausencia. "Sonrisa y cuernos", decía Pablo cuando levantaba su vaso y proponía un brindis por nosotros y la madre que parió al Resurrection Fest. Supongo que podré perdonarle por haberme dejado solo e irse a dormir a la tienda de Lemmy; al fin y al cabo, siempre ha sido su gran ídolo.

Sonrisa y cuernos, dulce príncipe.

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