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Un espray en el bolso

Cuando te sabes una víctima potencial de cualquier agresor, es inútil razonar sobre seguridad y estadísticas delictivas

SUPONGO QUE es más fácil siendo hombre. Bueno, no lo supongo, lo sé, como lo sabemos todos, hasta los que lo niegan. Yo no necesito caminar agarrado de la mano de un espray de autodefensa, como quien se agarrara a un clavo ardiendo, para crearme un espejismo de seguridad cuando voy hacia casa de noche.

No es exagerado. Muchas de mis compañeras de redacción han decidido llevarlo; llevo más de 15 años trabajando con alguna de ellas, y hasta ahora nunca lo habían hecho. Otras mujeres que conozco han hecho encargos a armerías de fuera de la ciudad o a páginas web porque aquí se han agotado. El miedo cotiza al alza.

Una amiga vive en la zona cero, en ese edificio de Augas Férreas maldecido por un malnacido, como si el terror tuviera zonas cero en las que poder recluirlo. Todo arrojo y valentía, se ha echado al bolso un bote de laca. Si no diera miedo, daría ternura.

Su vecina, me cuenta, ya no sale sin navaja. De pronto, como si fuera lo más normal, me encuentro razonando con ella sobre la eficacia de las armas blancas. No acabo de verlo, se necesita mucha más destreza y sangre fría de la que parece para usar bien una navaja en condiciones de pánico. Prueba, le digo, a intentar clavársela en la cocina a un simple trozo de carne con hueso; no es fácil, se necesitan fuerza y precisión, una destreza que ha de ser entrenada. En pleno ataque, hay que sacarla del bolso, abrirla mientras se forcejea y atinar con la fuerza necesaria en una parte del cuerpo lo suficientemente determinante como para incapacitar al atacante. No, insisto, mejor el espray de autodefensa, o incluso la laca. Así, como si fuera lo más normal.


Prueba, le digo, a intentar clavársela en la cocina a un simple trozo de carne con hueso; no es fácil, se necesitan fuerza y precisión

No puede esta en cuestión ue los agentes se están entregando más allá de cualquier sospecha en este asunto


En realidad, tampoco sé qué otra cosa podría decir para tranquilizarla. Podría contarle que, razonando con frialdad, no tiene en estos momentos más posibilidades de ser víctima de un violador desconocido que las que tenía hace un mes, o dos, o hace un año, pero eso ni siquiera me tranquiliza a mí. Podríamos ver las estadísticas que indican que los delitos de agresión sexual son realmente escasos en Lugo en comparación con el resto, y que además suelen ser obra de familiares o conocidos de la víctima, por lo que la probabilidad de ser presa de un depredador desconocido es asombrosamente baja. Pero lo más seguro es que ella, y cualquiera, me respondiera que me puedo meter mi comparación y mis estadísticas por donde me quepan, y que acto seguido me metiera con el bote de laca en toda la cabeza, por gilipollas.

Más o menos lo que le está pasando a la Policía con este asunto, que se está llevando las collejas que merece y las que no. Y es que ahora tiene difícil enderezar la situación tras la torpeza en la estrategia de comunicación en el inicio, y cualquier cosa que haga o diga puede ser peor.

El problema es que llueve sobre mojado. Los responsables de la Comisaría ya probaron la eficacia de esta estrategia con el agresor sexual en serie que fue detenido el año pasado, con idéntico y desastroso resultado. En aquella ocasión, el tipo estuvo actuando dos años mientras la Policía mantenía a las ciudadanas de Lugo en un pertinaz apagón de información, con los mismos argumentos que esta vez: comunicarlo hubiera puesto en alerta al violador y hubiera dificultado la labor policial. Había un retrato robot bastante aproximado que haber presentado a la ciudadanía para solicitar tanto precaución como colaboración, pero se escondió. El hombre incluso fue identificado como sospechoso de los ataques meses antes de ser detenido, pero no acabó en prisión hasta que su última víctima se presentó en Comisaría con lesiones vaginales, anales y el nombre y la matrícula del violador. Un par de días antes se había lanzado contra otra chica en un callejón.

Siempre se podrá alegar que no se sabe si haber dado la voz de alarma desde que se constató la existencia del depredador sexual hubiera ayudado a su detención más temprana o evitado asaltos, pero supongo que eso se lo tendrán que explicar delante de un juez a esa mujer violada, que me temo que tendrá una opinión bien diferente. Porque algunos mandos policiales parecen no enterarse de que esa es precisamente la clave: incluso en el caso de que su silencio hubiera ayudado de algún modo a la detención del sospechoso, no hay manera de borrar en una nueva víctima la sensación de haber sido utilizada como cebo.

Por eso ahora a la Policía le pasa con las mujeres de Lugo, y especialmente con las de ese edificio de Augas Férreas, lo que a mí con mi amiga, que es difícil tratar de dar argumentos sin que sientas que te estás ganando que te den con un golpe de laca en la cabeza, a ver si espabilas.

No puede estar en cuestión que los agentes se están entregando más allá de cualquier sospecha en este asunto, y que están desarrollando en circunstancias de gran presión una investigación que está muy lejos de ser tan sencilla como puede parecer en las series de televisión. En este momento parece que todos sabemos exactamente qué es lo que hay que hacer porque somos más listos y más preparados que unos profesionales entrenados y un juez y un fiscal con todos los datos. Y para mí también es muy sencillo asegurar que la zona cero del miedo es con toda seguridad la zona más segura en estos momentos de toda la ciudad, pero sé que no puedo pretender que ello vaya a tranquilizar a ninguna de esas mujeres.

Ellas gritan su rabia justa desde uno de los carteles pegados en ese edificio de Augas Férreas ahora maldito: "Dejad de enseñarnos a no ser violadas, enseñadles a ellos a no violar. Queremos ser libres, no valientes". Este es el objetivo ineludible, pero desgraciadamente nos va a llevar un tiempo. Mientras lo intentamos, un espray en el bolso no me parece de más, aunque sea fácil para mí decirlo.

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