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Un libro de Pàmies

La desgracia llega inesperadamente y desencadena uno de esos instantes dramáticamente concentrados, preñados de fatalidad, como decía Stefan Zweig

NADIE ESTÁ LIBRE libre de causar un desastre con un gesto involuntario. La desgracia llega inesperadamente, y desencadena uno de esos instantes dramáticamente concentrados, preñados de fatalidad, como decía Stefan Zweig.

Ocurrió en mi casa esta semana. Recibí la visita de un amigo, que se encontraba de paso, y decidió parar en Ourense. Salimos a comer. Nos contamos nuestras vidas en su versión reciente, desprovista de las heroicidades estúpidas de la juventud. Acordamos tomar un gintónic al aire libre, para combatir la sobriedad. Le propuse conocer a mi hija y nos dirigimos a mi piso. El día transcurría agradablemente. Le encantó conocer a Helena, que al llegar la hora, se fue a la guardería con su madre.

En la terraza de casa nos servimos otro gintónic, para tener algo seguro a lo que aferrarnos. Hacía bastante calor. Hablamos de libros. Insistió en ver mi biblioteca. Adelante, le dije. Lo seguí por detrás. Siempre me asalta el miedo a que alguien me pida que le preste un libro, con el pretexto de que a veces le gusta leer. Procuro no prestarlo nunca. Me aseguran que me lo devolverán. Les explico que ya he perdido demasiados después de fiarme de gente que me juró que me los devolvería. Es mentira, pero la mentira funciona bien y no se los llevan. Repasó algunos títulos, y al llegar a los libros de Sergi Pàmies, quiso extraer Debería caérsete la cara de vergüenza para hojearlo. Creo que fue premonitorio.

En esa estantería, delante de los libros, entre otros pequeños objetos, más o menos inservibles, reposaba un viejo trofeo. Era una figura de cristal, que representaba a un hombre y una mujer haciendo el amor de pie, aparentemente incómodos y felices. Era el único testimonio de mi primer premio literario. En su día, me proporcionó una alegría inmensa ganar, sin dejar de ser una decepción, porque para una vez que lo hacía, tuve que repartir el premio con otro autor. Yo acababa de entrar en la universidad. No sabía qué quería en la vida, aparte de emborracharme. Me costó un mes y medio encontrar la facultad, y aproveché ese tiempo para presentarme a un certamen de narrativa erótica. El premio para el ganador eran 25.000 pesetas. Es decir, 12.500 para cada uno.

Siempre me asalta el miedo a que alguien me pida que le preste un libro

Por desgracia, el premio se entregaba a medianoche, en un pub inmundo de Santiago. Allí quedó enterrada mi parte, y dos mil más que tuve que pedir prestadas al otro ganador, que se fió de que se las devolvería. Con el tiempo, aquel relato desapareció, y también el certamen. Lo único que sobrevivía a esa destrucción era el trofeo. Pero por poco tiempo.

Al retirar el libro de Pàmies rozó la figura de cristal, que se cayó. Antes de alcanzar el suelo, sin embargo, mi amigo intentó atraparla en el aire. Hizo un movimiento intempestivo, violento, como Supermán volando en picado para salvar a Lois Lane cuando se precipita al vacío. La desesperada maniobra le valió solo para perder el equilibrio. Dio dos pasos hacia atrás, y golpeó con su espalda contra un cuadro de Amarillo Indio, que saltó de la alcayata y se estrelló en su cabeza, haciéndole un corte, y después al suelo, donde el cristal que lo protegía se rompió en miles de pedazos. Maldito hijo de puta, pensé.

Me hizo recordar al coleccionista de arte y zar de los casinos de Las Vegas, Steve Wynn, que en el año 2006 atravesó con el codo accidentalmente Le Rêve de Picasso, que acababa de vender por 139 millones de dólares a Steven Cohen.

La restauración del cuadro costo cien mil dólares, pero al menos se pudo restaurar. Cierto es que el codazo redujo a la mitad el valor de la pieza y Wynn demandó por la diferencia a su compañía de seguros, que se negó a pagar. Por suerte, Steven Cohen tenía tantas ganas que hacerse con esa obra de Picasso, que al final pagó 155 millones.

Mi amigo no sabía dónde meterse. Me pidió una escoba y barrió todo el desastre. Insistió en llevarse los trozos de la figura de los amantes, por si podía reconstruirse. No merecía la pena. De todas formas, iba a tirarla esa semana, le mentí para animarlo. Tanto se animó que quiso llevarse prestado el libro de Pàmies, pero volví a mentirle y se lo quité de las manos.

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