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Vidas de santos

Ante la falta de talento de nuestros criminales patrios, el Código Penal debería incluir la agravante "Por gilipollas"

MI CASA, como en la de los Pujol, también era la madre superiora la que movía los misales. Literalmente, porque la que cortaba el bacalao era mi tía monja, en ese momento madre superiora, empeñada en aprovechar mi tierna y enfermiza afición por los libros para tratar de llevar el agua a su molino: la buena mujer subía al desván donde guardaban los viejos libros que ya no cabían en la biblioteca del convento/colegio y me sacaba de extranjis los que iba seleccionando de entre aquellos que sabía que no se iban a echar en falta.

Eran misales, vidas de papas y santos, peculiares libros de oración y hasta alguna vieja enciclopedia, todos desahuciados, amarillentos y hermosos, ásperos y delicados, que yo hojeaba con la pasión del fetichista y la satisfacción culpable de quien se suponía cómplice de un robo extraordinario. Cómplice de una monja que yo imaginaba a hurtadillas de noche por los pasillos del convento, con los libros escondidos entre sus hábitos, los labios moviéndose en sorda rogativa y el confesor a dos pasos amenazando penitencia.

Ni mi tía ni yo tuvimos finalmente ninguna oportunidad como cerebros del mal. A ella todavía le duele haber fracasado en su empeño de arrastrarme hacia alguna congregación que hubiera asegurado mi futuro, aunque no creo que en su aspiración estuviera una como la que dirigía Marta Ferrusola, la madre superiora de la congregación de los Pujol. Una pena que yo no lo supiera ver entonces, quién sabe si hubiera podido estar ahora conspirando en los pasillos del Vaticano o, más aún, esquiando en Andorra.

Será Ferrusola, doña Marta, todo lo madre superiora que se quiera, pero un cerebro del mal tampoco parece. Lo suyo, de hecho, es bastante habitual. La torpeza pasmosa en el delincuente que se cree un profesional brillante, quiero decir. Escribir en documento bancario dirigido a un director de banca andorrano eso de "reverendo mosén, soy la madre superiora de la congregación. Necesitaría que traspase dos misales de mi biblioteca a la biblioteca del capellán"suena tan estúpido como parece.

Cuando uno pasa un tiempo trabajando en los juzgados, entre policías y delincuentes, removiendo basura, se encuentra mucho de esto. Mucho de lo que uno no se esperaría entre personas que se dicen profesionales, aunque sea del delito. En una ocasión, los pinchazos telefónicos que los agentes estaban realizando a un sospechoso de narcotráfico recogieron una conversación de este pelo:

—Oye, esta noche nos vamos de caza. Trae dos perros.
—¿Un perro blanco y otro marrón?
—Sí, pero del marrón trae solo medio perro.

Los agentes, evidentemente, quedaron desconcertados ante semejante lenguaje críptico: nunca hubieran sospechado que se pudiera ganar un solo céntimo siendo tan imbéciles. En otra ocasión, una jueza lucense que en su momento tuvo un gran predicamento tomaba declaración a un detenido, también sospechoso de tráfico de drogas.

—Mire, puede explicarme estos mensajes en su móvil: parece que se dedica usted a vender corderos y vino...
—Sí, por temporadas..., respondió, todavía con algo de compostura.

Acto seguido, le mostró una secuencia de mensajes en su móvil. Era, más o menos, la siguiente:

A: "El vino de ayer estaba muy bueno. ¿Puedes darme dos botellas?".
B: "Ya te dije que estaba bueno. Pero ahora estoy con mi hermana, no puedo salir".
A: "Estoy debajo de tu casa".
B: "Vale te echo las dos botellas por la ventana".

—Mire... ¿me puede decir cómo va esto de las botellas de vino, por qué son mejores unas que otras?, le apuntó la jueza, ya con algo de recochineo.
—Bueno, es que eran marcas diferentes, comenzó a derrumbarse él.
—¿Y me puede decir cómo reparte botellas de vino desde su ventana, si vive usted en un tercero?

Cuando el hombre salió por la puerta del juzgado camino de Bonxe, medio lloriqueando y lamentando la sobrenatural perspicacia de sus captores, todos los presentes convinieron en que se trataba de uno de los tipos menos espabilados que había dado el crimen lucense y eso, créanme, es mucho decir.

No soy el único que defiende que nuestro Código Penal debería incluir entre su articulado uno que contemple la estupidez como agravante que poder aplicar en muchos casos, sea cual sea el delito. Tal vez bajo el epígrafe "Por gilipollas", para que no haya dudas, porque hay personas que deben estar en prisión para protegerlas de sí mismas, para que dejen de hacerse daño.

No creo, sin embargo, que sea ese el caso de las señoras Ferrusolas, los González, los Granados, los Ratos y otros centenares de presuntos sinvergüenzas que han convertido la política nacional en el patio de Monipodio. Sí que asombra, a medida que se van conociendo los detalles, la cantidad de rastros y pruebas que han ido dejando en su avariciosa carrera por esquilmar el presupuesto público. Se trata de personas a las que habría que suponer, cuando menos, una capacidad para el mal mayor que la de un camello del tres al cuarto o la de una monja hurtando vidas de santos.

La única explicación a semejante desidia y torpeza en el delito solo puede estar en la sensación de impunidad de la que esta gente ha gozado durante tantos años de desmanes. Una sensación que, a la vista de cómo siguen las cosas, todavía no ha desaparecido del todo.

Aunque en este caso la agravante "Por gilipollas"se nos debería aplicar a nosotros.

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