Opinión

Viejas tradiciones

DOS NUEVAS vidas causaron el renacimiento de viejas tradiciones. Dos bebés, un niño y una niña, habían conseguido revolucionar un humilde y calmado barrio ubicado en la periferia de la ciudad de Tánger. No es que resulte tan raro que nazcan nuevos miembros en una sociedad como la marroquí -con unos altos índices de natalidad y una deficiente promoción de la planificación familiar- pero este era un caso distinto. Los severos efectos de la pobreza habían convertido a los neonatos en hermanos a pesar de que, por sus venas, no corría la misma sangre. A decir verdad, solo la genética lograba distanciarles un poco porque sus madres llegaron a compartirlo casi todo durante el periodo de gestación. De hecho, formaban parte de un frente común arraigado a las tradiciones ancestrales. Convivían en la misma trinchera desde donde resistir ante la dureza de la vida. Y se mostraban devotas a las responsabilidades que conllevaba aparejada la crianza de dos miniaturas humanas, recién llegadas al mundo. Todo ocurría en un abrasador domingo del mes de julio en una de las sedes de la Asociación Cien por Cien Mamas; una de esas silenciosas organizaciones implicadas que lleva amparando más de diez años a mujeres excluidas social y familiarmente por un simple embarazo. De manera excepcional, aquel día se cometería un exceso. Se iría un poco más allá de lo habitual. Se prepararía una celebración por todo lo alto. Con modestos recursos, una pizca de imaginación y otro tanto de mano artesana se haría posible lo imposible: degustar una sabrosa ración de cordero con almendras y dátiles como si fuese toda una delicatessen de la región. Niños, mamas e invitados (nativos o extranjeros), sentados alrededor del mismo plato minuciosamente elaborado, compartieron otra de las antiguas tradiciones: comer como si se tratase de una gran familia. Aquel momento se convertiría en algo extraordinario. Sin cubiertos sobre una gran mesa redonda, la mano derecha y el pan recién cortado fueron los únicos aliados para estar a la altura de tan relevante acontecimiento. Aquí también se imponen las tradiciones. Una vez finalizada la comida, la mayoría de las mujeres empezarían a intercambiar miradas de complicidad. Había llegado el momento culmen. El género masculino, tal y como marca otra de las arraigadas tradiciones, debería estar ausente en aquel rito. Y así fue. Nosotros tuvimos que marcharnos después de ser invitados a hacerlo. Aunque, la fortuna nos brindó, accidentalmente, el privilegio de escuchar el popular canto magrebí, que se escapaba por las indiscretas ventanas de la segunda planta, para dar la bienvenida a las dos criaturas. En plena calle. Desde un agreste solar de tierra, en el que solo se podía ver el color rojizo de fachada del edificio, fuimos testigos de excepción. Y, a pesar del insoportable calor y la somnolencia, estábamos cautivados por haber descubierto una liturgia que nos permitiría estar un poco más cerca de una cultura ajena. Por unas horas, aquel hecho nos regalaría una intensa vivencia en un presente que despertaba a un pasado repleto de viejas tradiciones.

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