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Quince mil pesetas

HE SENTIDO su muerte como si fuera de mi familia. Y es que, a veces, no hace falta llevar la misma sangre por las venas para empatizar con alguien, quererle, respetarle y extrañarle cuando ya no está.

Ana era una mujer especial. Divertida, cercana, conversadora ocurrente, cariñosa y dueña de una sinceridad aplastante, tan natural y espontánea que tenías que adorarla. La conocí gracias a una entrevista, que tuve que hacerle para televisión. Eran los años en los que Antonio Banderas empezaba a saborear el reconocimiento en Hollywood.

Nos encontramos en la casa que el actor tenía en una urbanización, a las afueras de Madrid. La conversación la manteníamos mientras ella me cocinaba un salmorejo, que era el plato que Ana había elegido para mi sección en el programa de Mª Teresa Campos, en el que los famosos me recibían en sus casas y me cocinaban un plato con el que nunca fallaban. En esa época, a nadie se le había ocurrido aún sacar partido al mundo de la gastronomía en un programa de televisión. Fui, en cierta medida y aparcando la humildad, precursora en ese sentido. Hoy, casi dos décadas después, no hay cadena de televisión que, con una u otra fórmula, no haga un guiño a la cocina en la parrilla de su programación.

La receta de ese salmorejo la conservo, al igual que las restantes de los casi treinta famosos que me invitaron a su mesa. No hay día, en el que lo haga en casa, que no me acuerde del momento en el que esa receta andaluza entró en mi vida. Hablamos de cocina y, por supuesto, de sus hijos. Era una madre orgullosa de ellos y no lo disimulaba. Al principio, le costaba un poco entender las películas en las que trabajaba Antonio, sobre todo en aquellas en las que algunas escenas subidas de tono le llevaban a apartar la cara de la pantalla. Te lo contaba con tanta gracia y de una manera tan maravillosa, que era imposible no entenderla y quererla.

Ese día, ya fuera de cámara, me enseñó la casa. "Te va a encantar la habitación que te voy a mostrar", me dijo. Y me llevó a una sala de cine que Antonio se había construido en la vivienda. Maravilloso lugar para un cinéfilo, ese que todos los que amamos el cine soñamos con poder montar, algún día, en nuestra casa.

Recuerdo, como si fuera ahora, lo que hablamos en aquel lugar y en ese momento. Me contó cómo había sido el día en el que el actor dejó Málaga y tomó rumbo a Madrid para intentar lograr su sueño. "Le metí quince mil pesetas en los bolsillos y se los cosí para que no las perdiera".

En su fuero interno, ella pensó, creyó o soñó que, cuando se las gastara y no encontrara trabajo, volvería. Antonio "las pasó canutas" en Madrid y se fue a Hollywood con el dinero que ganó al vender su moto. Lo que vino después es de todos conocido. Sin pretenderlo, Ana forjó su destino aquel día que le confió las quince mil pesetas...

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