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Aquel peculiar difunto

Foto de archivo de una persona tecleando.
photo_camera Foto de archivo de una persona tecleando.

Ustedes ya saben cómo son algunos nobles: orgullosos siempre, distantes frecuentes. Apegados como ciborgs a costumbristas atavismos, se encaraman a su árbol genealógico, tenga éste mildiu o picudo rojo. Tanto da. Alardean de él hasta la reconquista: un antepasado que mató muchos moros, otro que estuvo en Lepanto…Y sí. Algo de Lepanto hubo, pero más que de lucha cruenta, del prestigioso coñac, a cuya botella permanecía agarrado en sus trompas crónicas uno de aquellos ancestros.

Ustedes también saben que el asunto de las primogenituras no es para la nobleza cuestión baladí: se reconoce en el mayor una suerte de superioridad intelectual que no necesita ser argumentada: "Humberto es el mayor. Y punto". Ya puede el siguiente ser ingeniero aeronáutico y el primogénito retrasado mental, tonto del culo o un perfecto soplapollas: nada le impedirá heredar el título. Así lo escribe de modo indeleble la tinta de la tradición.

Ustedes saben, cómo no, que a veces ese heredero puede ser un irrecuperable ludópata que dilapida los cuartos de la familia, un putero vocacional o un vago irredento incapaz de trajinar lo imprescindible para que la masa hereditaria no vaya a menos. O las tres cosas juntas.

Y a ustedes les suena, y si no se lo cuento yo, que hubo por el país uno de estos primogénitos que respondía a este perfil. Que claro, no puede ser extendido al conjunto de la nobleza porque resultaríamos injustos: hay aristócratas de andar por casa. Incluso dedicados, con fervor casi místico, al bien ajeno. El altruismo como lema del escudo de armas.

Ustedes saben —o lo van suponiendo— que del que quiero hablarles hoy no es de estos últimos, sino del parásito vividor que ocasionalmente emerge entre la sangre azul. Por ejemplo Humberto Carlos Luis Jesús Santiago de Todos los Santos. Pongamos que heredero del marquesado de Nabo Empanado. Que por cierto, mató a su madre a disgustos y que con idéntica intensidad se especializó en amargar los últimos días de su padre, tercer marqués de Nabo Empanado.

Ustedes no saben que Humberto lo intentó en la Armada, pero era un remolón matutino crónico

Ustedes no saben que Humberto lo intentó en la Armada, pero era un remolón matutino crónico que paseó su perseverante pereza hasta concluir en la puta calle, culminando así su frustrada singladura como futuro guardiamarina. La Universidad fue su segundo y último intento, pero veinte años después de empezar la carrera de derecho había encallado en el romano y el civil, por lo que tuvo que conformarse con el simbólico título de decano de la tuna. "No te preocupes, padre: gestionaré los bienes de la familia y recuperaremos la recia raigambre de antaño", dijo. Lo de la 'recia raigambre de antaño' lo escuchara en el casino, y lo repetía con perseverancia únicamente comparable a la que utiliza Sánchez pidiendo la abstención del PP en su investidura. Pocos años después, los dos pazos familiares estaban embargados y florecían créditos impagados más las trabas de cuantas cuentas poseía la familia.

Ustedes sí saben, o al menos yo lo supongo, que los tres grandes momentos de algunos nobles son, por este orden, las bodas, la muertes y las puestas de largo de sus retoñas. Boato en las primeras, pompa fúnebre en las segundas y emoción contenida en las terceras, ven en las presentaciones sociales la garantía del continuismo dinástico.

En las muertes, pues, gusta un concreto genotipo nobiliario de amplificar las esquelas, porque confunden dolor con tamaño y pena con título. Y en ese contexto hizo el azar a Humberto objeto de público recochineo, porque cautivo de su tremendismo mortuorio quiso dar a la reseña del fallecimiento de su padre, por nombre Antonio, el tratamiento que a su juicio merecía. Así que se encargó personalmente de la noticia. Escribió largo, preciso y dejó en mano la esquela en el periódico. Para garantizar así su trascendencia social.

Pero antes hablemos de la campechanía de Don Antonio Ramón Miguel, padre de Humberto. Muy joven se hizo llamar por el diminutivo de Toño. “Don Toño”. Por primer apellido Angosto, que si bien no abundante si se podemos topar con cierta frecuencia en el registro civil. De hecho, un eminente siquiatra que lo fue del Rebullón responde a este apellido. En Don Toño convergía, además y como segundo apellido, el más común Negro. Así que como en su época era habitual unir los apellidos con la conjunción copulativa "y" (véanse libros de familia de los años cincuenta), al padre de nuestro personaje lo orló por siempre la sonoridad campanuda de sus apellidos: Angosto y Negro, que pese a lo lúgubre y claustrofóbico de los mismos le parecían de lo más fulgente para su distinguida clase social. "Don Toño Angosto y Negro, III Marqués de Nabo Empanado". Así acostumbraba a estampar su rúbrica autógrafa en cualquier documento.

Llegó a la redacción Humberto, el hijo tuno de Don Toño que frisaba el sexenio y heredera el título. "No escatime en costes: la esquela más grande", dijo al director con la indisimulada jerarquía de quien se cree socialmente superior. Al día siguiente abrió el periódico preso de una ansiedad similar a la del infante el día de Reyes. Eso y palidecer hasta casi el desmayo fue todo uno: Se le había ido una letra por otra al encargado de componer la necrológica, errare humanum est, y en el espacio reservado al nombre del difunto podía leerse…"El Señor Don Coño Angosto y Negro". Luego seguía el nombre de los familiares y el ruego de una oración por el alma de tan peculiar difunto.

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