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Echar mano de los huevos

El Diario no debería azuzar mi nostalgia. Nostálgico por naturaleza jamás me interesó el futuro ni el presente

Secretarios, Inventores y Depositarios en las escalinatas de San Francisco con motivo de su fiesta patronal (1972). CAMILO GÓMEZ
photo_camera Secretarios, Inventores y Depositarios en las escalinatas de San Francisco con motivo de su fiesta patronal (1972). CAMILO GÓMEZ

EN TIBURÓN, cuando Roy Scheider arroja carnaza al escualo y ve sus enormes fauces abiertas al volverse exclama “me parece que vamos a necesitar un barco más grande”. Con el coronavirus también vamos a precisar una embarcación mayor. A lo mejor incluso otra tripulación, porque Iglesias amenaza con abrir una vía de agua en el gobierno para la que no hay bomba de achique. A lo mejor la única solución es arrojarlo por la borda. 

Los antisistema, qué escándalo, acaban de descubrir que en este país se juega, como el Comisario de Casablanca. Todo porque el borbón emérito le puso un piso a Corinna. Felipe jura desconocer su condición de beneficiario en una herencia con Corinnavirus. Hermano: yo sí te creo.

Los de Podemos ven las costuras inconsútiles del sistema y a rajar la tela se ha dicho. Que venga un presidente de república, Aznar o Zapatero. Aznar no nos metería en la guerra de Irak, sino en la de las Galaxias y Zapatiesta aprobaría otro plan E para cimentar España de pan para hoy y hambre para mañana. La ruina de Palmira, o sea. 

Pero hablemos de la foto del Diario del miércoles con los Secretarios, Interventores y Depositarios de Administración Local posando en San Francisco, 1972. 

A quien removió mis recuerdos profesionales voy a ir a besarlo con lengua a Lepanto. En la foto dos maestros míos en la Dipu: Fernando Pedrosa y Víctor Soto Bello. Por partes. O mejor, por Interventores. 

Fernando era un gentleman amante de los quesos franceses, un ilustrado tuneado con un cierto aire british. Barón en Alianza Popular primero y en los albores del PP, Fernando fue uno de aquellos tecnócratas que proviniendo del régimen de Franco supieron traer la democracia, esa que los rapaces de Podemos creen que es obra suya desde que, en plena crisis económica, instalaron la tienda de campaña en Madrid.

Cuando accedí al Palacio Provincial en el año ochenta y seis, Fernando reinaba pero no gobernaba en la oficina. Era tal su prestigio y su carisma que sus subordinados obedecíamos como secuencia o consecuencia de su sugerente modo de dirigir y organizar, porque Fernando no ordenaba. Fernando salía del despacho en elegantes mangas de camisa y, tras percibirme ocioso en mi mesa del registro posaba su mano sobre un montón de mandamientos de pago, que había que unir a su correspondiente factura, y decía Bernardo, por favor, y ya sabía yo que me tocaba poner clips a seiscientos mandamientos de pago. A las once mandaba parar y entonces al fondo de la oficina poníamos unos pinchos. Fernando era un buen tipo y tuve su ayuda cuando la necesité. Había en él cierta distancia aristocrática, pero en el espacio corto era ameno, buen conversador y jamás abandonaba la educación exquisita. Que poco aproveché su comedimiento expresivo, siempre largando unos tacos horrendos… 

Y Víctor. Me apasionaba Víctor. Trabajé a su lado en su último tramo profesional, su vida y la de su familia ya construida. La principal virtud de Víctor, y atesoraba unas cuantas, era su sencillez. Leonés humilde de Villablino, fumador impenitente recuerdo una mañana de septiembre solos en su despacho. El cáncer se había llevado en un año a tres compañeros nuestros y aspirando el humo de su cigarrillo me dijo Bernardo, si tengo cáncer ni quimio ni leches, cojo dos cajas de Albariño y me voy a mi casa de Paxariñas a ver el mar. Aquí hay un poeta, pensé. Tal que así. Víctor deslizó su vejez hacia la poesía y publicó con mérito. Era un bendito y me ascendió a Jefe de Negociado. 

El Diario no debería azuzar mi nostalgia. Nostálgico por naturaleza jamás me interesó el futuro ni el presente. Llevo muchos años pasando el resto de mis días en el pasado. 

Lector joven, recuerdo una tarde en la biblioteca pública, todavía en el precioso palacio leonado de la calle Colón, no más de quince años yo. Mi padre zurraba allí su pluriempleo atizándole a la máquina de escribir, que de aquella todo hacía falta. Ese día habíamos ido juntos: Papá, voy a leer. Vale. Al terminar te recojo. 

Pedí de mi viejo carnet, de Landín, una edición de tapa dura y hojas sepias a la que el tiempo y el uso habían bombardeado. Reloj, no marques las horas, dije categórico. Y las agujas, obedientes, dejaron de moverse en el capítulo del cólera en Pontevedra, 1854. 

Vuelvo a él ahora de mi propia biblioteca y sobre la edición de la Diputación del año 1984. Nos cuenta Prudencio que para frenar el cólera el Ayuntamiento ordenó purificar el ambiente encendiendo hogueras con laurel, pino y romero y obligando a que los vecinos hiciesen lo propio delante de sus casas. A algún foiselle a man en Santa Clara y el incendio pasó a mayores. Lo que arde no es nuevo, como no lo es la piromanía negligente de algún acojonado que creía que canto mais lume, mais asiña morría a miñoca do cólera… 

A la botica de la Peregrina se le ordenó guardia permanente y a los presos se les proveyó de mantas y más ración; se dividió la población en distritos para asignar a cada uno el número de facultativos preciso y hasta el Alcalde Añino, que era médico, debió dejar su responsabilidad pública al concejal Chica para atender a los coléricos. 

En los caminos de acceso a Pontevedra se instalaron lazaretos y cordones para impedir el paso de ganado y gentes que podían portar el bicho. 

De vez en cuando, algún difunto aparente daba señales de vida en el cementerio (“estoy vivo”/”cala, ti o que estás é mal enterrado”) por lo que hubo de habilitarse un espacio donde los cadáveres estuviesen un tiempo, para cerciorarse de si el óbito se había efectivamente producido o no. Un religioso hacía guardia con los fiambres y ante su evidencia mortuoria pasaba a enterrarlos. 

La calle San Sebastián perdió a todos sus vecinos y se dice que desde entonces es conocida por eso como Rúa cega

Las disposiciones testamentarias aumentaron una barbaridad y el notario Don Vicente Vázquez fue distinguido por el Ayuntamiento por su trabajo constante en los domicilios de los coléricos. Si hubiese sindicatos ya le andarían peleando un plus de peligrosidad… 

El 5 de enero de 1855 se rezó un Tedeum en Santa María por la extinción de la epidemia, un exceso de confianza porque rebrotaron algunos casos. (Esto no le hubiera pasado a Don Peregrino, clérigo tan prudente al volante como pastoreando a su grey: Un día que fue con su Seiscientos a Santiago llegaba la cola al puente del Burgo cuando iba por Milladoiro; tan prudente y respetuoso con los cánones, Don Pere, que ante la imposibilidad de comer carne en Semana Santa aconsejaba “echar mano de los huevos”, ambigua recomendación que dejaba perplejos a sus feligreses pensando a que huevos se referiría el mosén… 

Prudencio Landín cuenta todo esto con una prosa correctísima y amena. Parece, Landín, uno de los contados buenos cronistas de hoy narrando las vicisitudes del coronavirus. 

Leyéndolo reparamos en que no estamos viviendo nada que no hayan vivido nuestros ancestros, ni que estemos pasando cosa alguna que no haya sucedido ya. Se me ocurre algo: Confín, paciencia y fe en la vida.

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