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La orquesta

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photo_camera Imagen del único debate televisado de los candidatos a la presidencia de la Xunta . EFE

MIREN LA foto. Los instrumentistas tras los atriles parecen una Radio Topolino de siete. El recuerdo viajado a la mejor orquesta cincuentera. La Sintonía de Vigo, la que animaba mis veraneos moañeses, incluso aquella orquesta Poceiro, biensonante y bullanguera. La música de nuestros padres que despertaba lívidos y hacía chicos del maíz, la que provocaba embarazos juveniles, penaltis y bodas fracasadas.

Porque no me digan que no parecen una orquesta dispuesta a amenizarnos la vida, con Marta Darriba de suma sacerdotisa de la moderación, bondadosa y correcta partiéndole la madre a la Ana Pastor de la Sexta, que no le resiste el pulso porque en la sonrisa de Marta se intuye a la legua el codillo al horno sabrosísimo, mientras que en la de Pastor intuimos el fracaso culinario, el besugo para Ferreras que se le churruscó.

Pero vayamos con los intérpretes y sus instrumentos.

Por ejemplo con esa corneta de Vox, que sonaba a la del turuta de artillería tocándole diana a la cabra de la legión, urgiéndola a levantarse para hacer instrucción: Tararí.

"...La melodía de nuestros patricios lleva tiempo en la disonancia y el desafine. Aburridos, coño!"

El soplido de Vox es un tararí tremendista e hiperbólico, un tararí de paso de la oca y unidad de destino en lo universal del que a veces se le cae un andaluz al que acusan de mangancia. El tararí de Vox es como el soplido del lobo de los tres cerditos. No tocó mal, el músico Morado si lo comparamos con las melodías estridentes y altisonantes de sus correligionarios madrileños.

Luego estaba Pancho Mareas, que pretendía tocar un pito al que se le atoró la bolita. Pancho quería pitar pero el pito se le desmandaba e iba por libre. Se conoce que el pito de Pancho era un pito de la CNT, un pito anarcosindicalista, o algo por el estilo, que iba de subversivo y no obedecía. Donde digo pito digo Pancho pero también pueden decir silbato.

O sea que Pancho quiso tocar y no pudo. Si hablase, Pancho ratearía una suerte de discurso disléxico, porque Pancho tiene pinta de ser un Pancho, un buen ser humano al que Dios no adornó con el don de la palabra, imagínense con el de la música…

Así que yo me lo hago, más que de músico-político, de yayo tierno, un abueliño orgulloso que pasea a sus nietos por la Herrería y les compra un globo y un paquete de pipas en María la del carrillo.

Tone Gómez-Reino tocó la guitarra eléctrica del rock duro. Tone es un heavy metalero de labios fruncidos en la autosuficiencia. Mientras rasca las cuerdas, sobre todo si se las rasca a Feijóo, Tone exhibe la sonrisa del perdonavidas. Tocó una melodía que asustaba y que por poco mete, del susto, a la moderadora debajo de la mesa.

Tone estuvo a punto, al final del concierto, de romper la Fender contra el atril como las estrellas roqueras: ¡Bumba!. En el debate, Tone fue el solista de Extremoduro con los pezones al aire, pero a mí se me hizo, su concierto, aburrido y altísimo de decibelios. Su fallo fue empeñarse en tocar por encima de Alberto, emperrarse en que se le oyera a él más. Se le fue al carallo una cuerda con lo de Feijóo y Madrid cuando él es el único que succiona la teta de la leona congresual y jerónima.

A Alberto PP le tocaba el papel de solista e hizo, guitarra acústica en mano, una interpretación de aliño, reservón. Tocó la melodía de los números (Galicia un punto por encima de España, su favorita) porque cuatrocientos mil técnicos de la Xunta le prepararon las partituras, esos datos estadísticos que no entiende ni cristo pero convencen mucho porque son como el efecto narcoléptico de las lentejas. Cumplió al tocar en el país de los invidentes, donde aún reina él.

El Caballero Gonzalo. Sus soplidos al trombón (pooo) sonaban a desconcierto. Los televidentes veían que se le iba mucho aire por fuera de la boquilla (fuuu). Sus votantes rezan para que no le ocurra lo que aquel noctívago que, mamado como una burra, juraba al día siguiente de la borrachera que había defecado en un váter áureo, un cagadero que pensaba de oro hasta que le aclararon que era el trombón del propietario del bar, melómano aficionado que lo dejara en el cuarto paredaño al WC. La partitura que le prepararon sus asesores a Gonzalo se titulaba ‘Moito lirili e pouco lerele’. Suspenso. Debe volver en septiembre a clases de solfeo con su tío Abel.

Ana. Se vino arriba con la gaita, nirorirorí. Parecía la Seivane o la Pato en plena efusión musical; la estrella desatada de un concierto Xacobeo en la Quintana, petado de camisetas negras y leyendas centolas: Galiza ceibe, poder popular. A Ana la espera el futuro porque tiene una virtud, no sacar nunca los pies del tiesto.

Ana es la cara amable del Bloque, en las fotos de los papeles de ganchete de sus papás. Susanita tenía un ratón y Ana tiene un tesoro, que es esa voz meliflua y acariciadora que aunque declarase Galicia Estado libre a Pérez de los Cobos, seguiría pensando el Coronel que aún tiene quien le escriba. Ana continuó su buena interpretación en un periódico al día siguiente: «A independencia non é unha proposta que esté no noso programa electoral». ¡Chámalle parva! Mira como carrexa votos…

Pino, Beatriz. Durante algunos momentos se apoderó del concierto. Cantó en galego a sus compañeros de orquesta, retándolos mientras contoneaba el baile del reproche, su poca entrega: La gente pagó por ver el concierto, tíos, a ver si os lo curráis. Pino gana en el directo porque el color de sus ojos interroga. Pino fue la melodía de la insumisión ante el grande, un Choco de Redondela capaz de robarle la cartera al Real Madrid en el Bernabeu. Tenía mucho que ganar y poco que perder y pasó por el afilador los colmillos.

Ah, el instrumento. Una mandolina. La mandolina se hace notar siempre porque raja el aire con sus notas agudas y finas. La mandolina de Pino no era la del capitán Corelli sino la del Capitán Rivera, pero un Rivera jubilado y residencial. En Ciudadanos las mujeres se han adueñado de la orquesta y solo queda Edmundo Dantés-Val como cuota masculina. El resto de tíos se fueron con Ana Rosa a hacer las Españas matutinas, a por sus cuproníqueles, que Ana Rosa paga muy bien.

Mientras escuchaba el concierto y masticaba mi aburrimiento reparé en que aquello iba de Galicia. Y no puedo explicar por qué me fui a los anuncios de la galega, esos de esa gran superficie comercial, ya saben. El jinete que cabalga la marea de una playa nuestra, unha festa rachada aquí, unha papadela parental en Chantada…

¡Vivamos como galegos! La propaganda televisiva que exhorta a desenvolver nuestra existencia desde el azul profundo de nuestro mar, desde el verde intenso de nuestros montes, desde la música acuosa y cantarina de nuestros ríos.

Esos anuncios que nos emocionan porque son capaces de clavar en nuestro corazón un dardo de país, un rumoroso orgullo de pertenencia. El amor propio tribal y de nación. Cuánto no se habrá equivocado la política para que antes que a las melodías de sus partidos, a sus soflamas somníferas y a su rollo pueril prefiramos tres o cuatro minutos de anuncio, que enardecen, con su música y sus imágenes, nuestro orgullo nacional.

Y es que la melodía de nuestros patricios lleva tiempo en la disonancia y el desafine.

Aburridos, coño, que sois unos aburridos.

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