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De qué se ríe, señora

María ‘la del Carrillo’, veterana vendedora de chucherías y todo un personaje en Pontevedra. DP
photo_camera María 'la del Carrillo', veterana vendedora de chucherías y todo un personaje en Pontevedra. DP

DICEN QUE la tengo tomada con Mª Jesús Montero. No. Es ella la que la tiene tomada conmigo. Es ella la que me mira desde la tele y dice, gracejo sureño "en este contexto se produce el cese o dimisión del Sr. Marlaska". Bien. Si a estas alturas de partido no sabe Dª María la diferencia entre cese y dimisión es mejor que lo deje. Pero como sabemos que lo sabe, entonces también sabemos que intenta tomarnos el pelo. Y eso no.

Dije aquí que la portavoz era experta en comunicar perfectamente mal; debo enmendarme: es una especialista en comunicar la nada. Monchito, el muñeco de José Luis Moreno, resultaría más comprensible que doña María Jesús, que es la portavoz del vacío, una nihilista de la alcachofa que hincha las ruedas de prensa con un bombín de naderías y retruécanos. 

Son, sus comparecencias, una falta de respeto a la inteligencia y, lo más importante, a los periodistas comparecientes, que merecido se lo tienen por no agarrotarla, por dejarla escapar con su rollo barato. 

Tengo controlada su entrada triunfal en la sala de prensa. A lomos de un alazán parecería aquello el Real de la Feria. Ni Roberto Vilar, al comienzo del Land Rober Tunai Show, igualaría a la ministra en optimismo desenfrenado. Porque en su paseíllo hasta el estrado que soporta los atriles, la portavoz mira a los periodistas comparecientes con una sonrisa de oreja a oreja. Por mis muertos. 

No pido el hieratismo de Sotillos o la falta de salero de Soraya. Pido el término medio. Un ministro portavoz serio y consciente de la importancia de su labor. No una cachonda mental que en las actuales circunstancias considera normal la exhibición de una risa que mosquea por impropia, por improcedente. Por falta de contexto. Viéndola, dan ganas de encararse con la jocker de marras para recordarle que muchos miles de muertos nos contemplan. O sea que de qué se ríe, señora, de qué. 

Mientras, a la espera de los Encuentros en la Tercera Fase, abrazo fraterno y universal de Sánchez Pérez-Castejón con sus súbditos, el ministro Fernando I el Grande-Marlaska pinchó una rueda y pidió ayuda a una patrulla de la Guardia Civil para recauchutar. Un parche de Teniente Coronel en vez de Coronel y de nuevo Marlaska convertido en el Easy Rider del sanchismo: ¡Viva el ocho de marzo! 

Se ofertó la vacante de Pérez de los Cobos como ofertan las pescantinas su producto, pero nadie quería las maragotas. Por fin apareció un Teniente Coronel que aceptó llevarse una con el ojo hundido. 

Además, seguimos con las mascarillas intentando conjurar el virus. El miedo a morir. A cuenta del confín forzoso leí por quinta vez Paseo alrededor de la muerte, de García Sabell, muy recomendable en las actuales circunstancias. Todos rehusando el contacto, apartándonos unos de otros como apestados para que el virus no nos escabeche cuando, a lo peor, estamos criando un tumor hepático como un chuletón de buey. 

A ver como lo explico. El cuerpo humano está dotado de un sistema inmune que es necesario ejercitar, si no, virus y bacterias se ceban como se cebó la Wehrmacht con la caballería polaca. 

Imaginen un equipo de fútbol tocándose el nabo un mes y enfrentándose a otro que ha hecho pretemporada y jugado varios bolos: malleira segura; o un atleta desentrenado compitiendo en las olimpiadas con otro que ha cumplimentado un sistema de entrenamiento metódico: de último. 

Pues lo mismo el sistema inmune. O se ejercita o se debilita. O lo mantenemos en forma o se atrofia. Por eso creo que las mascarillas, que tuvieron su utilidad en el punto álgido de la pandemia, no sirven ahora más que para debilitar nuestro sistema inmune, no solo frente al corona sino frente a otros virus. No se lo crean, pero en las actuales circunstancias las mascarillas no ayudan, perjudican. 

Lo mismo la obsesión permanente por higienizar las manos con alcohol. La piel posee su propio manto ácido, sus propias defensas naturales. El día que alguno que se pasó la epidemia lavándose y untándose las manos con geles desinfectantes deje de hacerlo se expondrá a la lepra, a las sarna, a la sífilis piroleira y a todo tipo de dermatitis cabronas y de caballo que pululan por el ambiente. O sea que a muchos no los va a pillar el corona, pero el día que se quiten la mascarilla se los lleva por delante la primera gripe de regional preferente con la que tropiecen. 

Sabemos de la utilidad de las vacunas. Estoy a su favor. Han evitado millones de muertos. Pero hay otra vacuna que viene de serie con el ser humano nada más desprendido del claustro materno, ya lo he dicho: el sistema inmune; la detección por los polis de la sangre de los patógenos. Pero eso requiere la exposición a los virus y, si me permiten la expresión, su solidaria compartición social; que el organismo humano los detecte y les tome la matrícula, que los inmovilice y acabe con ellos. Que se quede con su cara para que sepa, cuando vuelvan, como liquidarlos. 

Así ha sido toda vida con la gripe, por ejemplo. Que por cierto, se lleva en España a seis mil tíos al año de los que nadie habla. Hay gente que se vacuna contra la gripe y gente que no, pero que capea el temporal también porque su organismo sobrelleva sus incomodidades con analgésicos, un caldiño y una semana de reposo. Y hasta el año. A los patógenos confróntele usted sus antígenos. 

Antes del corona nos estornudaban ustedes a caño libre; se ponían respetuosamente la mano, tipo tubo, delante de la boca. Pues ese gesto que parece de cortesía no es más que un útil atavismo transferido de generación en generación, porque los antiguos ya sabían que había enfermedades que se contagiaban dispersando gérmenes a través de la explosión bucal.

Y miren, en mi opinión, harían muy bien los científicos en investigar por qué en determinadas etnias o estratos sociales marginales, en guetos insalubres y con hábitos higiénicos deficientes, incluso con sistemas de saneamiento inexistentes, no ha sido el corona ni más intenso ni más letal que en el primer mundo, que se pasa el día lavándose. Por eso es necesario, en el actual momento de decaimiento del virus, socializar su debilidad ejercitando nuestra inmunidad. Quedar en la plaza del pueblo y echarnos el aliento. 

El problema fue que, como siempre, se confundió el todo con la parte. Es decir, Madrid con España. Y Madrid no es España, aunque allí, con los árboles impidiéndoles ver el bosque, piensen que sí.

Si hubiesen cercado Madrid y Barcelona impidiendo la radiación del virus a través de la movilidad no tendríamos treinta mil muertos. Aprendamos. La próxima, cal y canto a las residencias de ancianos y alambre de espinos electrificados a las grandes ciudades con transporte público. El resto, a trabajar guardando la distancia de seguridad. 

Concluyo con la bomba de la pasada semana que se quedó en petardo humedecido. 

A mí no me parece que Irene Montero dijese nada especialmente comprometedor. Lo que me aterra es una ministra exhibiendo ese compadreo inadmisible, ese colegueo de botellón adolescente con la periodista de ETV: "No voy a decirlo, tía".

Ese "tía" retumba y flagela aún mis neuronas. 

Por eso, entre la confraternidad cheli de Irene y el olé hueco de María Jesús me quedo con la seriedad comercial de María la del Carrillo. 

"María: Véndeme una chocolatina". Y María me cobraba un condón. 

Había más seriedad en su moño que en la portavoz y la Irene juntas.