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Salvar al soldado Simón

Fernando Simón. MONCLOA
photo_camera Fernando Simón. MONCLOA

EN EL FONDO, la vida no es más que una batalla por los espacios, la disputa por un trozo de territorio. Por el juguete cuando niños, por la amistad en la adolescencia; por el amor o por el trabajo en la juventud. La lucha por la vida, en suma.

Competir siempre, así sea reverenciando los convencionalismos sociales e intentando disimular la contienda. Porque aunque rehusamos la idea de la lucha por la vida, y por más que negamos con perseverancia el carácter depredador de la naturaleza humana, lo cierto es que reconocemos, con nuestros actos, que la vida se hace a codazos.

Le decía yo a mi hija Martina el otro día que el coronavirus cumple con el papel que le asignó la naturaleza: Colonizar organismos vivos para garantizarse su supervivencia. Insistía ella en la maldad del virus; no más que nosotros talando la Amazonia, contaminando ríos y océanos o matando diariamente corderitos para comérnoslos, le dije.

Gil Robles, cuando las elecciones de febrero del 36, pegó su cartel electoral: Dadme los votos y os daré un Estado fuerte. Gil comenzó coqueteando con el fascismo y terminó haciéndole oposición a Franco, y defendiendo, aquí en la Audiencia, a los cabezas de turco del caso REACE. Gil pedía, pero no le dieron y ganó el Frente Popular.

Denme ustedes a mí un científico, un patógeno, una tele —aunque sea local— y un poquiño de poder y les monto una pandemia que se rilan. Claro que el científico debe poseer un estómago agradecido y creerse sabio, el patógeno ser virulento y la tele partidista. Una tele como dios manda no haría al caso aquí. Amolaría el invento, tiraría por tierra el artificio.

Cierro el término municipal, confino a todo maría santísima, alarmo hasta el infarto y clausuro negocios. Entonces consigo que el virus mate poco y, de paso, convierto en pobre al vecindario entero. La pobreza es una forma de morir más lenta pero muy tortuosa y sufrida, y lo que es más importante, igual de efectiva que el virus.

Pero hay un término medio. Recuerden. El corona se cebó, mayoritariamente, con los mayores de sesenta y cinco años, el noventa y cinco por cien, y con pacientes aquejados de patologías previas o concomitantes. Y lo hizo en grandes conurbaciones urbanas, Madrid y Barcelona.

Inocentemente, surge la pregunta: ¿Por qué no se centraron la vigilancia, la restricción, el refuerzo sanitario y las medidas profilácticas en esas zonas y colectivos concretos? ¿Por qué no se cerraron las residencias a cal y canto y no se confinaron a los ancianos desde finales de enero, momento en que se supo de la virulencia del patógeno? ¿Por qué no más respiradores y EPIS entre médicos y sanitarios? Cuando las barbas del italiano veas mojar…

Como no hay respuestas, la sensación es que la política fue muy laxa con carácter previo y rigurosísima una vez explotó en sus morros la pandemia. Del abierto hasta el amanecer al cerrado por defunción.

Ya. Ya sé que es muy difícil acertar siempre. Que a la política no la adornan ni la omnisciencia ni la infalibilidad. Con todo, es innegable que se han cometido errores de bulto. Insisto, en el menosprecio previo del problema que emergía, congreso de Vox y manifestación feminista por ejemplo, y en lo indiscriminado de las medidas adoptadas con posterioridad, indicio evidente del complejo de culpabilidad que embargaba a la clase dirigente, esforzándose en paliar a posteriori lo que apriorísticamente había menospreciado. Item más, se pecó de monolitismo y de la imprescindible inmediatez en las decisiones.

"A mí y a otros muchos españoles no nos vale un director general de emergencias convertido en comentarista televisivo"

Así. Sin buscar el término medio entre profilaxis, terapias, cuidados sanitarios y mantenimiento de una actividad económica mínima que permitiese cierta continuidad del tejido productivo, importante porque el paréntesis cerrará muchas Pymes, colapsará la economía e intensificará el paro.

El candado a las residencias y los negocios funcionando con las separaciones interpersonales necesarias, o citas y turnos preestablecidos que limitasen los contagios al mínimo hubieran sido igual de útiles sin menoscabar el pulso de la economía, semejante ahora al de un cardiópata en trance de extremaunción.

Porque es cierto que países comparados de similar nivel al de España han fallado también como escopetas de feria: Gran Bretaña por ejemplo. Pero eso tampoco empece que algunos a los que habitualmente miramos desde la atalaya de una ficticia superioridad dieron cuenta del recado con mayor acierto que nosotros. Portugal, sin ir más lejos, y nunca la cercanía mejor traída como metáfora.

O sea que permítanme. Aquí han fallado todos excepto la ciudadanía, los sanitarios y los productores y suministradores de bienes básicos. Y mientras que de ese fallo, o de esa cadena de fallos, nadie se va a responsabilizar, sus perniciosos efectos van a recaer, como siempre, sobre trabajadores y empresas.

Porque esa es otra. La responsabilidad. Ustedes vieron en las teles a un coreano doblando el espinazo para pedir perdón. Lamía el tío la moqueta con la lengua en una gestualidad contrita con la que venía a reconocer su responsabilidad en la expansión del virus. La había cagado y su dignidad no le permitía otra cosa que exhibir públicamente su arrepentimiento y ofrecer sus disculpas. Algo así como la cultura nipona. Capaces de suicidarse si se descubre que plagiaron unos párrafos de una tesis.

Yo no voy a pedir a Simón que se suicide. Pero sí puedo reclamar a la cadena de mando sanitario, a todo el staff del Ministerio, de la Comunidad Autónoma de Madrid y de la de Cataluña, y del primero al último de sus integrantes con responsabilidad en la gestión de la crisis que tengan la decencia moral de dimitir.

Porque su generosidad en el esfuerzo informativo, incluso su sacrificio personal y las horas de trabajo dedicadas no radian la percepción de que no han estado a la altura de profesionales diligentes. Y si no ponen sus cargos a disposición, debería ser Sánchez quien, agradeciéndole los servicios prestados, tuviese el necesario arrojo para propinarles una simbólica patada en el culo.

Quiero decir que a mí y a muchos españoles no nos vale un director general de emergencias convertido en comentarista televisivo, Simón; un cargo de libre designación transformado en una suerte de Bartolomé Beltrán matutino hablándonos de los males prostáticos en el varón mayor. Le pagan para otra cosa. Por eso me irrita que alguna tele haya comenzado una vergonzosa campaña tendente a salvar al soldado Simón. La Sexta, en concreto, que al final de la pandemia empieza a llamarle Doctor Simón.

Mi opinión no es fruto de un calentón. El profesional diligente prevé, o sea ve con antelación. Y con lo de China en noviembre podía preverse, racional y razonablemente, la que se nos venía; quien no previó disponiendo de los conocimientos y los medios, no fue diligente sino negligente.

Concluyo y perdonen la autocita. Mi firma me responsabiliza al año de cientos de reclamaciones de responsabilidad patrimonial, posteriormente judicializadas. Las tengo —y las he tenido— de todo tipo y pelaje. De más de un millón de euros alguna. O sea que algo sé, disculpen de nuevo, de responsabilidad y de su exigencia en el ámbito público.

Les pondré un ejemplo. Se le pueden reclamar noventa euros a una Administración pública porque a un santiño, un bache de una carretera, le ha dañado una rueda. OK. Nada más razonable.

Y en lo del corona, veinte mil y pico muertos… ¿Nadie se va poner colorado?