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Santa Mascarilla

Javi XULGADOS DA PARDA: primeiras cinco vodas polo civil dende que se decretou o estado de alarma polo coronavirus. Voda de Monica Volta e Quique Gallego, que se conocen dende nenos e se reatoparon de adultos para rematar casando hoxe
photo_camera Una pareja con unas mascarillas de diseño. JAVIER CERVERA-MERCADILLO

A PRINCIPIOS de los ochenta a Elisa Pérez Vera, entonces rectora de la UNED, le preguntaron por qué iba siempre de zapatos bajos: "Si cambio de calzado seguiré siendo una mujer bajita subida a unos tacones altos. Prefiero mi yo bajito, mi yo natural", contestó. Así, pensando, llegó al Tribunal Constitucional la primera mujer rectora de la universidad española. Elisa, vida mía.

Elisa encarna el feminismo silente y laborioso, el que tuerce el brazo al machismo a base de esfuerzo e inteligencia, el que a mí me gusta. Fui su alumno y supongo que estas contestaciones enseñaron a pensar a mi generación.

Hoy no se piensa. Hoy se tuitea, se facebookea y se dobleclickea; se instagramea, se tiktokea y se navega en seco por la procela de internet. Ah, y también se tele trabaja. Nos quieren burros y obedientes. Pero saben, yo me cago en las redes y ustedes dispensen.

El tuit ha sustituido a Los Miserables y al artículo de prensa, facebook y la nube al ensayo y la poesía. Lo que el profesor Luri denomina indigencia léxica, porque pensamiento y vocabulario van de la mano. Cuanta menos lectura menos morral de vocabulario, cuanto menos universo fonético menos capacidad de raciocinio, cuanto menos raciocinio, ay, más ronzal. Como las ovejas.

O sea que la natividad digital —qué carallo será esto— ha traído la claudicación cognoscitiva y el entierro de la razón, paladas de tierra sobre la cultura y la conciencia crítica.

Cuenta Woody Allen en sus memorias que estando en Londres fue recibido con otros actores por la Reina de Inglaterra. Tímido por naturaleza, acojonado Woody se fumó un peta y se pimpló un par de pintas antes de la audiencia.

Cuando la reina llegó a él y le preguntó qué tal, Woody hincó la rodilla en tierra e hizo la mayor genuflexión que la monarca había recibido en todo su reinado; espantada, miró a uno de sus chambelanes y musitó algo así como "sacad de aquí a este payaso".

Supongo que con lo que llevo escrito últimamente, que se quería arrogante insumisión ante la estupidez y el pensamiento exiguo y teledirigido, la familia propietaria del Diario ya habrá dicho a Miguel, el Dire, algo parecido: Deshazte del soplapollas de Sartier. Lo entiendo, Miguel. Yo tampoco consentiría que en mi periódico juntase letras un cernícalo como yo. Porque a mí, como al Vice Iglesias, me jode mucho que me interrumpan en mitad de un insulto.

Sin embargo fíjense: Por una vez y sin que sirve de precedente estoy de acuerdo con Pablo. Todos debemos ser criticados. Todos debemos ser insultados si el insulto deviene imprescindible, es original, no daña y resulta jocoso. Al gilipollas hay que llamarle gilipollas, entre otras razones porque si no se le pone frente al espejo de sí mismo jamás tendrá la posibilidad de redimirse.

Por ejemplo. Pablo llamaba a Inda Pantuflo y yo congrio deshidratado a Torra. En mi opinión solo existe un límite para que la invectiva cachonda o el adjetivo humorístico rebasen el límite de lo admisible y se introduzcan en la injuria, y ese límite es el mal gusto. Porque el mal gusto es fácilmente detectable. El mal gusto es como el chirrido de diez uñas arañando el encerado de una escuela. El mal gusto es cacofónico y un punto repulsivo. El mal gusto es el flequillo de Otegui...

De mí, por ejemplo, se ha escrito que soy un pailán (totalmente de acuerdo); un ignorantiño (y tanto); un amargado (ya me lo decía mi mamá); que para leerme hay que poner mascarilla (cierto) y que no escribo sino que excreto, que creo que es lo más acertado que se ha dicho jamás de mis deposiciones periodísticas.

Hasta hubo una conocida vendedora de sujetadores pontevedresa que quejosa de un artículo mío se preguntaba en cartas al Dire cómo el Colegio de Abogados no me había puesto en la puta calle, cosa que por otro lado ya llevaba yo tiempo preguntándome...

Pero también, vayan ustedes a saber por qué, se alabó mi supuesto dominio del lenguaje, un cierto estilo literario y hasta alguno hubo que me tildó de maestro, se conoce que llegó justo a fin de mes y pretendía que completará su insuficiencia financiera prestándole unos cientos de euros: Vai traballar...

Y saben. Resulta que, a lo mejor, la diatriba y el elogio son compatibles, incluso vertientes de una misma realidad, porque la literatura puede ser una cosa y la otra y un autor, odiado o admirado dependiendo de quien lo lea. Cuestión de gustos.

Yo no soporto a Buñuel, lleno de curas y onirismos que ni dios entiende y la catedral de Santiago me parece un horror de estilos diferentes y superpuestos, que una vista normal no resiste mientras que con la de León, Burgos o nuestra Santa María se extasía uno en su contemplación, porque permanecen fieles a un estilo concreto. Pero supongo que hay buñuelistas apasionados y gente que levita y hasta se moja contemplando el panorama desde el Obradoiro. Muy respetable.

Elisa encarna el feminismo silente y laborioso, el que tuerce el brazo al machismo  a base de esfuerzo e inteligencia

Yo retiraría un puñado de asignaturas de la ESO y dedicaría uno de sus cursos a la lectura de Los Miserables. Pero claro, mil seiscientas páginas asustan a una sociedad hecha para tuitear, retuitear y sacar a uno del muro.

Cuando aún iba a tertulias, y formé parte de varias, uno de sus integrantes echó a otro del muro. El extrañado agarró un cabreo del copón y por poco no se abren el vientre a cuchilladas. Abrirse la cabeza a martillazos también fue barajado en aquella reyerta.

Allí concluyó una amistad. Yo no tenía ni puta idea de qué era eso del muro porque a mí siempre me la sudaron las redes, pero pensaron que los estaba vacilando y cuando se convencieron de que no, me miraron como si acabara de aparcar mi platillo volante delante de la terraza en la que libábamos. Yo era un marciano, un iletrado informático que iba a ser expulsado del paraíso telemático...

Los Miserables enseña a construir una barricada para hacer la revolución; con Los Miserables aprendes que Napoleón sucumbió en Waterloo por un accidente del terreno, un guía torpe y una mala observación previa del campo de batalla; Los Miserables describe mejor que un plano el alcantarillado de París y nos hace comprender que el perdón es siempre la simiente del amor, que quien perdona redime y es amado por aquel a quien perdonó y, lo más importante, por Los Miserables sabes que quien ama y es amado jamás muere.

En resumen. Estamos gobernados por una superestructura cuya herramienta es el totalitarismo analfabetizador, por cadenas televisivas alarmistas que pretenden hacernos creer que Santa Mascarilla nos salvará de la muerte.

En Suecia la mascarilla ni fue ni es obligatoria. Ni en Francia ni en Italia. Aquí, de no serlo pasó su prescindencia a convertirnos casi en delincuentes. Pero claro, todos sabemos que los suecos son más feos, más bajos y más burros que nosotros. Y chepudos. Los suecos son chepudos.

O sea que podemos comer como putos cerdos largo tiempo y convertirnos en diabéticos voluntarios, fumar como carreteros y generar un carcinoma de pulmón o padecer EPOC, beber como Jack Lemon en Días de Vino y Rosas e incluso en ocasiones —conozco algunos— hacer todo eso a la vez. Vida sana y tal...

Y todo con el consentimiento de Papaíto Estado, que mira tolerante como nos matamos mientras ahora con el Covid se pone paternal y tuitivo y nos coloca el bozal para salvarnos. Puaj.

Papaíto Estado, sí, que no prohíbe el tabaco ni el alcohol, ni advierte del azúcar a mansalva que contienen todos los alimentos procesados que comemos pero nos sube a su colo amoroso para arrullarnos y evitarnos el corona.

Pues mire, señor Estado: Váyase usted a hacer puñetas. Puñetas con sus planes de contingencias, con su desescaladas, con sus confinamientos y con su mamoneo.

Que consiente que nos matemos poco a poco y pretende ahora, con Santa Mascarilla, proporcionarnos la vida eterna.

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