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La vida larga

Hace un año, cuando murió Denis Jonhson, salí corriendo a comprar los tres libros de él que me faltaban. No los leí enseguida. Ni a lo largo del año ya transcurrido. Sería lo último que hiciese. Los guardo para asegurarme de que en el futuro me pueden pasar cosas buenas

NOS PASAMOS la vida intentando alargar, casi desesperadamente, algunos momentos fugaces. Resulta un ejercicio delicado, como hacer globos con un chicle sin que exploten. El placer siempre es frágil. Y breve. Parece normal que deseemos prolongarlo, y también que pensemos que la vida es muchos días corta, y que, si durase un poco más, atraparíamos la felicidad que perseguimos. A veces solo pedimos estirar un instante, y que se convierta en un rato. Así comienza un día normal en cualquier de hogar. Cada mañana asisto al cruel espectáculo de una mujer dormida apagando su despertador en la oscuridad. Parece un gesto, pero es una guerra. Siempre ganan y pierden los mismos. El despertador suena y ella lo apaga, llorando por "cinco minutos más". Pasado ese tiempo, el despertador explota otra vez, y entonces la mujer se levanta y la vida salta a otro capítulo.

A menudo los capítulos son cortos, y de pronto te encuentras en mitad de otro momento que te gustaría que no acabase jamás. Pueden ser esos otros cinco minutos en que te pones bajo la ducha. Algunas mañanas la temperatura del agua es tan perfecta que te acuna. La sensación es parecida a flotar en el mar, pero sin mar. Vas mal de tiempo, pero si no fuese así, te quedarías una hora dejándote golpear por el chorro, mientras se levanta una densa cortina de vaho que llena el cuarto de baño de anonimato, y todo se vuelve invisible y se desposee. Cuando cierras el grifo sientes una cuchillada, que te das a ti mismo. Es el fin del capítulo, que no consigues alargar más que unos segundos.

No puedes perder siempre, y cuando te secas, te pones tus pantalones y tus botas preferidas para salir a la calle. Todas las personas que te conocen, y además te aprecian, te dicen que tendrías que deshacerte de ambas cosas. No es tanto que estén pasadas de moda como que te han visto demasiadas veces con ellas, y parece que no tengas ni otro calzado ni otros pantalones. Te sientan bien, y son unas botas y unos pantalones bonitos, pero ese no es el problema, aseguran. Simplemente, le son demasiado familiares. Empiezan a tenerles manía. En cambio, tú no te cansas de ponerlos. Te parece que pueden sobrevivirte. Compartís una larga historia de amor. En esa ropa están memorizados tus otoños, tus inviernos, los días normales que salvarías de una quema solo porque los llevabas puestos. Te hacen sentir heroico, seguro de ti mismo, inexpugnable, incluso atractivo. Alargarás su vida por todas las veces que quisiste dormir dos horas más y tuviste que conformarte siempre con cinco minutos.

Quién no quiere, por ejemplo, que no se acaben nunca ciertos libros

Podrías convertir el sueño de alargar unos pocos momentos del día en una tarea que te ocupase todo el tiempo. Te acercaría a la ficción de que la vida, a la manera de los viejos radiocasetes, permitiese algunos días hacer rewind, stop, o simplemente pause. Todo tiene su tamaño, su duración, pero ¿cómo resignarse a veces ensancharlos? Quién no quiere, por ejemplo, que no se acaben nunca ciertos libros. Todos sabemos cuánto cuesta encontrar una obra que suspenda la realidad, o que a su lado la vuelva innecesaria, o enojosa. Hace un año, cuando murió Denis Johnson, salí corriendo a comprar los tres libros de él que me faltaban. No los leí enseguida. Ni a lo largo del año ya transcurrido. Sería lo último que hiciese. Los guardo para asegurarme de que en el futuro me pueden pasar cosas buenas. Supongo que hay escritores que son seguros de vida.

El fin de las cosas rara vez se compensa al pensar que antes o después volverán al principio y quizá nos devuelvan su gloria. Casi nadie se consuela sabiendo que el año próximo de nuevo regresará el verano, sino alargando el actual, y que octubre no sea más que la extraña manera que tiene agosto de no morir aún. Alargamos un sábado para que nunca sea domingo, alargamos unas tareas para no afrontar otras peores, alargamos una conversación, una cena, un misterio, alargamos una noche, un abrigo viejo, un helado de nueces de macadamia, el esplendor de los treinta. A veces no le pedimos nada a la vida, solo eso, que en mitad de lo fugaz, se estire.

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